Nayú Alé de Leyton
Jesús nos reveló que Dios es padre y esa fue una novedad inaudita, porque jamás antes de ese momento había sido usada una palabra así en la tradición hebrea.
Pero veamos lo que debemos entender por “padre”. El título de padre para nombrar a la divinidad es bastante frecuente en todas las religiones. El nombre del Dios de Israel, Yahvé que continuamente traducimos con la palabra “Señor” es infinitamente más frecuente que aquella palabra de padre.
Para los antiguos hebreos, la imagen de padre era la del gran antepasado, el jefe de la gran familia patriarcal, defensor de los derechos de todos los miembros del clan, el guía fuerte y seguro de la vida, el consejero anciano y sabio.
No es la imagen familiar y afectuosa del papá de hoy día, sino aquella venerable figura que no excluye el amor, pero que lo acompaña con la autoridad.
Jesús el gran revelador de la paternidad de Dios, ha utilizado una palabra nueva: “Abba” el nombre que se aprendía desde niños.
Confidencia, intimidad, confianza filial, afecto son puestos por Jesús en primer plano; percibía una cercanía amorosa de Dios Padre.
Nosotros sabemos que Jesús ha pronunciado el nombre de “Abba” en el momento decisivo de su vida, cuando tuvo frente a sí la proximidad de la muerte y entendió que el Padre lo enviaba a enfrentarla para la salvación del mundo. Jesús confía, ama y obedece al Padre.
También nosotros cristianos llamamos a Dios con el nombre de Padre, tenemos que ser similares a Jesús por eso le decimos “Padre nuestro”.
Para nosotros, la experiencia más profunda de la paternidad de Dios se realiza cuándo recibimos su gratuito perdón, cuando somos reconocidos como hijos a pesar de haber sido rebeldes. En el momento del perdón no nos damos cuenta que Dios es verdaderamente origen, principio, fuente de vida, dignidad, libertad para quienes como nosotros sin Él no tendríamos nada.
Jesús nos cuenta el amor del padre en la parábola del hijo pródigo; en la que un hijo pide su herencia a su padre y se va a llevar una vida desordenada y desenfrenada, malgastando su fortuna, quedándose en la soledad, en la miseria y en la condición de esclavo. Su padre sufría por su ausencia y cada mañana y cada atardecer miraba el horizonte esperando ver aparecer a su hijo amado. El hijo volvió humillado, pero grande fue la alegría de ese padre cuando reconoció la figura de su hijo que se acercaba. Lo recibió con alegría, con amor y generosidad. (LUC. 15-11,24).
Nosotros somos ese hijo ingrato que abandona a su padre cuando nos sumergimos en el mundo del egoísmo, de la vanidad y del materialismo rechazando a Dios, utilizando las riquezas que Él nos da, que es la salud, la inteligencia, nuestras capacidades y también los bienes materiales, para vivir de espaldas a Dios Padre.
Pero Él nos espera y fija su mirada amorosa en el horizonte de nuestras vidas esperando que volvamos a Él, para ofrecernos su perdón, su amor y para festejar la vuelta del hijo perdido que ha vuelto a la vida.
La paternidad del padre conjuga potencia, amor, fuerza, compasión, ternura; Dios es un Padre, es la infinita potencia finalizada en el amor.
Busquemos la conversión, los que estamos lejos del Padre Eterno, los que nos olvidamos de Él, los que vivimos solo atados a los intereses materiales, los que nos dejamos vencer por el rencor, el odio, la envidia, la ambición, los que solo buscamos los placeres; hagamos un alto en el camino y busquemos dentro de nosotros mismos cuál es la causa de nuestro olvido, de nuestro abandono al Padre. Tratemos de cambiar de vida de recibir su perdón y su amor, ahora que todavía tenemos tiempo.