Al cumplirse un mes de la convocatoria a paro nacional del 28 de abril, que sacudió durante todo este tiempo a la nación colombiana con multitudinarias protestas, hay muchas cosas que van quedando claras, pero otras no tanto.
La primera es que el poder de movilización de los movimientos sociales, en convergencia con el grado de malestar popular, ha tambaleado al gobierno del presidente Iván Duque, que debería estar concentrado primordialmente en enfrentar la pandemia, que está causando más de 400 muertes diarias desde mediados de abril.
Buena parte de los sectores conservadores, entre ellos medios de comunicación de la derecha, temen que Colombia esté recorriendo el mismo camino de Chile.
Lo que sí es seguro es que la sociedad colombiana no volverá a ser la misma. Duque echó para atrás la reforma tributaria. Renunció el ministro Alberto Carrasquilla, padre de la misma. Renunció la canciller Claudia Blum y el alto comisionado para la paz, Miguel Ceballos. Se abrió una mesa de negociaciones. Sin embargo, la gente sigue en la calle y la vuelta a la normalidad hoy parece muy lejana.
Colombia vive un nuevo estatuto de convivencia. El conflicto llegó a las ciudades y no se va a disolver hasta que no haya una rectificación del Estado sobre la forma como se ha dirigido el país las últimas décadas, especialmente estos años de populismo de derecha o uribismo.
Así va Colombia, aunque la preocupación del gobierno de Duque y del uribismo hoy va por otra vía.
La carta del uribismo
El uribismo no tiene otra opción electoral para las presidenciales de mayo de 2022 que mantener una línea dura que rechace cualquier negociación sincera con ‘los enemigos’, que hoy se esparcen por lo largo y ancho del territorio, especialmente por las ciudades que, en conflictos anteriores, concretamente contra la guerrilla, se mantenían pacificadas. A cinco años de la firma de los acuerdos de paz, Bogotá, Cali y Medellín, por nombrar solo algunas, son epicentros de las protestas.
Sin la mano dura, típica del uribismo, éste podría disolverse. En cambio, manteniendo el discurso conservador, derechista y criminalizador de las protestas, el uribismo podría mantener su voto duro y hasta pasar a segunda vuelta.
Si las protestas pierden su eje político-electoral y se radicalizan en términos de bloquear, saquear e impedir la normalidad, la prolongación del conflicto de calle puede traer malestar y realineamiento de los sectores medios y los conservadores que siempre han votado al uribismo. Así, aunque se han visto amenazados por la fallida reforma tributaria, estos sectores podrían desear una vuelta a la normalidad que el uribismo cree conseguir a través de fuerzas policiales y armadas.
El presidente Duque, entonces, usa la mano derecha a lo interno para mantener a flote al uribismo y su gobierno, mientras la mano zurda la guarda hacia los asuntos internacionales, sobre todo hacia los EE.UU. y el complejo mundo del presidente Joe Biden, donde se encuentra la principal fuente de legitimidad actual del uribismo: los pasillos de Washington y las urnas electorales de Florida.
La vista en Washington
Después de la renuncia de la canciller Claudia Blum, justo durante el pico de la conflictividad de calle, el nombramiento de la mujer fuerte del gobierno y entonces vicepresidenta, Marta Lucía Ramírez, así como su pronto viaje a Washington apenas designada, da cuenta que el gobierno se juega todo su renombre y la posibilidad de seguir teniendo respaldo en sus relaciones con EE.UU.
Durante su designación, el presidente le enumeró la lista de las organizaciones internacionales con las que debe articular: «OCDE, Alianza del Pacífico, Comunidad Andina de Naciones, OTAN, OEA y Naciones Unidas». Duque va a interpelar a sus viejos aliados sobre la posibilidad de que la cabeza de playa suramericana termine de desestabilizarse y perderse.
Con la canciller de vuelta en Bogotá, el gobierno permitió lo que había negado en Washington: que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) pueda arribar a Colombia.
A lo interno, el presidente Duque ya no tiene mucho margen de maniobra. Los partidos le han dado la espalda. Sufre un desconocimiento casi unánime de la sociedad civil. Su ministro de defensa, Diego Molano, sufre un proceso de moción de censura, aunque la primera de ellas fracasó ayer en el Senado. El país ha perdido la Copa América, que se iba a jugar en el mes de junio. El coronavirus amenaza con colapsar el sistema de salud y la normalidad se vislumbra lejana. Las protestas tienen cada vez más fuerza.
Una verdadera película de terror.
Si comparamos el gobierno del entonces presidente Lenín Moreno durante la revuelta indígena de Ecuador, en 2019, cuando tuvo que huir de la capital del país y luego anular todos los decretos de liberalización de la economía y aumento del combustible para finalizar el conflicto, Duque se encuentra en una situación más complicada puesto que el retiro de la reforma tributaria no apagó las protestas, de hecho fortaleció a las bases del paro, que siguieron con jornadas de protestas cada vez más espontáneas y menos dirigidas por un liderazgo opositor.
Con la prolongación extensa de la protesta, el conflicto colombiano se parece mucho más a la experiencia chilena del ‘estallido’, que ha continuado en forma de convención constituyente, que al conflicto indígena ecuatoriano que cesó de manera firme y coordinada.
Pero Duque tiene algo que Moreno en su momento no tenía: una base de apoyo disminuida pero sólida, en torno al uribismo, y el poder de respuesta armada tanto por la utilización del Ejército como por la vía de la paramilitarización del conflicto, así como un electorado con el cual podría, si mantiene su línea firme, permitir que el uribismo aún pueda pelear por el poder político y no tienda hacia la desaparición.
FUENTE:RT.COM