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Hasta hoy son proverbiales las asperezas y dificultades que ofrecen al viajero los caminos, en la apartada provincia Franz Tamayo, antes Caupolicán, siendo antes, por lo escabroso del camino y sus desiertos, objeto de heroísmo para los que transitaban por ellos en larga y fatigosa peregrinación, teniendo que medir forzosamente sus jornadas por las postas o paraderos, distantes de ocho a diez leguas unos de otros.

Allá por el año 1870, al término del bosque por el que ascendía el camino a Pelechuco, a nueve leguas de éste pueblo, existía un rancho, al que se llegaba después de fatigoso subir y bajar de todo el día por la desierta montaña que le daba acceso, y en el que, por lo mismo, era forzoso el pasar la noche.

Aun cuando había en el expresado rancho, una habitación techada y medianamente confortable, los viajeros preferían alojarse fuera de ella, buscando sólo la seguridad de sus bestias, en el canchón, soportando en sus personas la inclemencia de la intemperie, no obstante las pésimas condiciones del lugar, frecuentemente cubierto de densas nieblas y molestado por constantes lluvias, sin querer penetrar en la habitación, siempre desocupada y como brindándose a dar abrigo al aterido caminante.

Era, pues, de todos conocido la siniestra historia de la posada de Quilaquila, y nadie que la supiese aventuraba a correr la suerte de los temerarios que habían dejado el pellejo en el lugar, por haberse alojado en el citado desván, al que le llamaban la tienda del Duende.

Frente a esa pieza había una pobrísima cocineta, habitada por un sujeto llamado Marcos, el que se contentaba con cualquier pitanza, en cambio del forraje y el agua caliente al que la pedía.

Refería el buen Marcos, que un caballero, que se había alojado en el desván fronterizo a su cocina, había amanecido muerto, sucediendo otro tanto a los que, no obstante sus advertencias, habían ocupado el cuarto; por lo que él presumía que aquel sitio fuese la mansión de algún fantasma o duende carnicero, que daba fin con los que se le iban a las manos.

Como en resguardo de su honorabilidad, nuestro hombre se tomaba el trabajo de presentar en Pelechuco, los objetos que cada víctima del Duende dejaba a su muerte, entregándolos a las autoridades; estas, viendo que las visitas de Marcos menudeaban, creyeron de su deber averiguar la causa de tales fenómenos extraordinarios, en los que entreveían la culpabilidad del que, con aparente honradez, presentaba los despojos de las víctimas de Quilaquila.

A fin de esclarecer la verdad, acordaron sujetar a una estricta vigilancia a Marcos, de quien se sabía que era el único habitante del lugar, para lo que comisionaron a dos vecinos, de los más listos, encargándoles que no se separaran de aquel ni un solo momento, a fin de sorprenderlo en su crimen e imponerle ejemplar castigo.

Los comisionados se constituyeron en la posada, teniendo buen cuidado, por supuesto, de no alejarse de la mansión del duende, habiéndose cerciorado, desde luego, que ésta era una habitación destartalada y sucia, sin más menaje que un catre de adobe. Como no tenía más comunicación que la puerta que daba al canchón, con situarse en la cocina, podían los comisionados ejercer desde allí la vigilancia que se les había encomendado.

Estos, viendo que al cerrar la noche se apeaba de su rendido mulo un viajero, impusieron a Marcos que se abstuviera de referir al pasajero la consabida historia del duende y le ofreciese llanamente el cuarto. Así lo hizo nuestro hombre con repugnancia, y el alojado se instaló en la morada del duende, encendiendo una luz.

Marcos se despidió dando a su huésped las buenas noches, dirigiéndole una mirada compasiva y fue a situarse en su cocina en unión de los comisionados, dominando apenas el remordimiento que le causaba entregar a segura muerte a un inocente, sin advertirle el peligro.

En cuanto se apagó la luz en la habitación del pasajero, Marcos se puso a echarle cruces, invitando a sus compañeros a rezar un padrenuestro por el alma de aquél, repitiendo: es hombre al agua, ¡está perdido!

Apenas comenzó a clarear el día, Marcos y los comisionados, que no habían pegado los ojos durante la noche, se dirigieron a la habitación fronteriza, cuya puerta tocaron por repetidas veces, arreciando los golpes, sin obtener respuesta alguna, forzaron la puerta y precipitándose adentro, quedaron atónitos ante el cuerpo rígido del que horas antes les hablara con tanta animación; examinaron el cadáver, en el que no encontraron lesión alguna, y, con ayuda de Marcos, lo trasladaron al pueblo, donde dieron cuenta de su cometido al vecindario, el que quedó horrorizado con la relación de los comisionados, quienes concluían diciendo: -Juramos que ningún ser humano ha intervenido en esa muerte, la existencia del fantasma es un hecho, ¡creer o reventar!

Entre todos los que habían escuchado la relación sólo una persona se singularizaba por su incredulidad: era el Párroco, que aunque no podía explicarse el misterio, movía la cabeza en señal de duda, porque, decía que en sus libros de teología no había encontrado cosa parecida a las conclusiones dadas por los comisionados.

II

Marcos se hallaba rehabilitado ante la opinión de sus conciudadanos, de las sospechas que sobre él habían recaído, y regresaba, no obstante, afligido por el remordimiento de haber consentido en sacrificar la vida de un hombre a su reputación; por lo mismo, estaba resuelto a oponerse a todo trance a que nadie volviera a pasar la noche en la fatídica habitación.

Corrían los días, cumpliendo Marcos con su propósito cuantas veces se presentaba la ocasión, cuando una tarde se apeó en la posada un extranjero que, por lo jovial y su locuacidad, parecía ser francés de nacionalidad.

A la benévola acogida de Marcos correspondió el turista con prodigalidad, exigiéndole que le proporcionase toda la comodidad posible, y, como es natural, se resistió a dar crédito a la consabida historia del duende, que cuanto antes le espetó el buen Marcos, terminando por rogarle que de ningún modo se alojase en la habitación.

El forastero se instaló, no obstante, en ella, hizo su cama en el poyo y sacando su revólver, que colocó a la cabecera, dijo a su huésped: — Mire, amigo, yo no le doy crédito a las relaciones que acaba de hacerme; si usted, o algún otro hace aquí el papel de duende para aprovecharse de los despojos de los pasajeros, sepa que le costará caro, porque, este revólver, que sé manejar con primor, vengará a las víctimas de Quilaquila.

Vencido con semejantes argumentos, salió Marcos de la habitación, despidiéndose hasta la eternidad del bravo turista.

El francés aseguró la puerta, recorrió con la luz en la mano todos los rincones de la habitación, cerciorándose que no existía ninguna comunicación oculta en la pieza que ocupaba, notando solamente una grieta que había en el viejo tumbadillo, conservando prendida la vela hasta bien .tarde; al fin cansado de esperar en vano al fantasma de que se le había hablado, apagó la luz y trató de conciliar el sueño.

Marcos, que observaba desde su cocina, apenas vio que la luz desaparecía, dio por muerto al hombre y encomendó su alma. De improviso volvió a encenderse la luz y enseguida se oyó una detonación, volviendo a producirse la oscuridad.

Al día siguiente despertaba Marcos con voces afectuosas con que lo llamaba el presunto muerto; frotándose los ojos para cerciorarse que no soñaba, se levantó, y cuánta fue su admiración al ver al francés sano y bueno en la puerta de su alojamiento: sobrecogido de terror en presencia de un ser que conceptuaba sobrehumano, oyó las cariñosas expresiones del extranjero, que tomándolo de la mano, le dice:

— Buen hombre, yo había formado un mal concepto de usted con la relación de increíbles fantasmas que me hizo anoche, y estaba resuelto a jugar cara la partida; me propuse descubrir el ardid, dando fin con el que trataba de burlarse de la credulidad para saciar su rapacidad. Dominé mi cansancio y me propuse vigilar, apagué la luz para fingirme dormido, precipitando el desenlace de mi aventura.

  • A pocos minutos oí un pequeño ruido como crujido de cautelosa pisada, tomé al instante mi revólver, encendí un fósforo, dirigí la vista instintivamente al tumbadillo y vi que por la grieta aquella se había deslizado una inmensa araña que pendía en dirección de la almohada, apunté sin vacilar y di en tierra con este perverso animal, causa de tantas víctimas.
  • Ahora pasaré a Pelechuco, donde daré parte de lo ocurrido a las autoridades, para tranquilidad de ese pueblo y en resguardo de la reputación de usted que ha de estar bien comprometida.

Sobre la maleta que hacía de mesa de cabecera, se hallaba una apasanca (araña huesosa y cubierta de pelusa café, especie de tarántula), del tamaño del puño del hombre, la que había hecho su nido en el viejo tumbadillo de la habitación, y que, deslizándose por la grieta que caía sobre el poyo que servía de lecho, se descolgaba directamente a la sien del rendido pasajero y daba fin con su vida.

Tal era el duende de la posada dé Quilaquila.