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Hitler parecía aproximarse a un punto de ruptura y era cada vez más imprevisible. Fanfarroneaba de que lucharía mientras tuviera un solo soldado a sus órdenes y luego se suicidaría. Explotó como nunca el día 22 en esa famosa sesión informativa que recoge El Hundimiento y en la que Ganz echa el resto. Fue al enterarse de que las tropas del SS-Obergruppenfürer Felix Steiner no habían atacado.
Durante media hora exploto de furia. Luego se desplomó dándolo todo por perdido y afirmando que ya no tenía más órdenes que impartir. Lo que dejó estupefactos a los militares, pues no había quien de las ordenes. Hitler fue alternado en las siguientes horas la autocompasión, la furia, la frustración y los pensamientos en la posteridad y en el lugar que ocuparía en la historia. Si lo hubiera sabido, igual se suicida antes, pero tenía al lado a Goebbels que le trataba de convencer de que si las cosas no salían bien en cinco años como mucho sería un personaje legendario y el nacionalsocialismo habría alcanzado una condición mítica. Mientras, pasaban por el búnker las últimas visitas como si aquello fuera ya un velatorio: Speer, Hanna Reitsch, Von Greim… En el recinto, con ambiente de juicio final, todo el mundo hablaba de la mejor manera de suicidarse y se intercambiaban cápsulas con cianuro.

El 28 de abril llegó la noticia de que Himmler había hecho una oferta de rendición y Hitler volvió a montar en cólera. Se enfadó tanto que hizo fusilar a su propio futuro concuñado, Fegelein, marido de la hermana de Eva Braun, Gretl, que estaba embarazada, porque era el SS más próximo a Himmler. La noche del 29 se casó con Eva Braun, convirtiéndola en primera dama del Reich por unas horas en un contrato matrimonial que llevaba implícita la cláusula de suicidio. La relación de Hitler y su amante, a la que una vez le regaló premonitoriamente un libro sobre las tumbas egipcias. No se sabe si consumaron, desde luego no era el mejor ambiente para una noche de bodas, la víspera de suicidarte. Hitler aprovechó la ocasión para dictar testamento. Lo acababa confiando en que de su autosacrificio renacería el nazismo y exhortaba a seguir luchando. Nombró un gobierno sucesor con Doenitz al frente, como presidente del Reich y no como Führer y se retiró a descansar.
Hitler ya había enviado por delante, envenenándolos, a sus perros, su alsaciana Blondie a la que Kershaw dice que quería más que a cualquier ser humano incluida posiblemente Eva Braun, y sus cachorros. Necesitaba asegurarse de que se suicidaba de manera efectiva. Pero finalmente optó por la pistola, que le pareció más marcial.

Los acontecimientos se precipitaban, el líder nazi tenía que decidirse de una vez antes de que se le metieran los tanques rusos T-34 en la sala de estar. Lo planificó para la sobremesa del 30 de abril. Era fundamental hacer desaparecer su cadáver. Hitler se había enterado de la vejación del cadáver de su amigo y socio Mussolini en la Plaza de Loreto de Milán, colgado cabeza abajo con su amante Claretta Petacci el 29 de abril.

Para ello encargó a su ayudante personal Otto Günsche que los quemaran a él y a Eva Braun, para lo que se reclamó 200 litros de gasolina a su chófer, Erich Kempka. Hitler comió a la una como cada día con sus secretarias y su dietista y luego se despidió de su círculo íntimo, acto al que se sumó Eva Braun. Luego los dos se retiraron al estudio de Hitler. Magda Goebbles, nazi fanática, que luego mataría a sus seis hijos envenenándoles y se suicidó con su marido, pidió ver al Führer y este accedió. Trató de convencerlo de que escapara. Hitler volvió al despacho. Los íntimos de Hitler esperaron unos diez minutos en la antesala ante la puerta. Entonces, el SS Linge, sirviente personal de Hitler la abrió con reverencia y acompañado por Bormann echaron un vistazo. Todo había acabado.

La impactante noticia que parecía anunciar el inminente fin de la II Guerra Mundial, la desaparición del hombre que «se había convertido ante los ojos de prácticamente todo el mundo en la encarnación del mal absoluto» -según el Times de Londres-, fue recibida con una incredulidad que duraría décadas. A las 21:30 horas del 1 de mayo de 1945, hace ahora 75 años, la radio de Hamburgo informó que en breve haría «un anuncio grave e importante para el pueblo alemán», tras lo cual comenzó a transmitir música solemne de Richard Wagner, el compositor predilecto del líder nazi Adolf Hitler, seguido de un fragmento de la Séptima sinfonía de Anton Bruckner.
«Nuestro Führer, Adolf Hitler, ha caído esta tarde en su puesto de comando en la Cancillería del Reich luchando hasta su último aliento en contra del bolchevismo y por Alemania», dijo a las 22:20 un locutor antes de dar la palabra al Comandante en Jefe de la Armada alemana, Karl Dönitz, quien afirmó que el líder nazi había tenido «la muerte de un héroe» y que previamente le había nombrado como su sucesor despertó muchas dudas.

«Los nazis han usado tanto la mentira como parte de su política y los informes sobre los supuestos dobles de Hitler están tan extendidos que esos anuncios van a dejar en muchas mentes la sospecha de que el maestro de la mentira intenta cometer un gran fraude final ante el mundo en un esfuerzo por salvarse», advirtió The New York Times en una nota publicada al día siguiente. En esa misma edición del periódico estadounidense se daba cuenta de cómo los habitantes de la ciudad alemana de Weimar, así como los prisioneros del cercano campo de concentración de Buchenwald, cuestionaban la noticia. «Los presos políticos alemanes con los que conversé, en general, no confían en la información. Sospechan que hay un truco detrás del anuncio. Hitler había sido tan bandido que algunos creen que era incluso incapaz de morir honestamente», reseñó el corresponsal.

La muerte de Hitler creó un vacío casi palpable en el búnker, pasando del ambiente de crepúsculo de los dioses al de sauve qui peut o directamente huida de ratas. Fue como si todo el mundo se diera cuenta de la realidad. Había que deshacerse de los cadáveres lo más rápido posible, para evitar caer en manos de los rusos con el Führer en el sillón. Los envolvieron en mantas, el de Hitler con la cabeza tapada y los subieron, con mucha menos ceremonia al jardín de la Cancillería, culminando el desconfinamiento. Allí, a tres metros de la puerta, entre un bombardeo soviético que dificultaba el recogimiento, los rociaron de gasolina y les prendieron fuego.

Los presentes, a cuál peor, alzaron los brazos en un postrer “¡Heil Hitler!” cremado. De Hitler y Eva Braun no quedó casi nada. Se enterraron los trozos carbonizados, que se desmontaban al tocarlos con el pie, según el testimonio de algún SS poco respetuoso a esas alturas, con los de otros cadáveres. En el caso de la familia Goebbels, íntimos allegados de Hitler contaron con menos gasolina.
Joseph y Magda Goebbels junto a sus seis hijos pequeños acompañaron a Hitler hasta el final y corrieron su misma suerte. El uniformado de la foto es Harald Quandt, hijo del primer matrimonio de Magda Goebbels. Posteriormente los agentes soviéticos encargados de la investigación del paradero de Hitler entregaron a Stalin lo que pudieron encontrar, básicamente la mandíbula del líder nazi, que metieron en una caja de puros. Más tarde al parecer se halló un trozo de parietal con un balazo, evidencia última de aquel disparo que acabó con una vida de felonía y al final, con una guerra que provocó cincuenta millones de muertos.