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Ramón Grimalt
Decían que vendía gato por liebre y, la verdad, tal vez tenían razón. Pero a él poco le importaba lo que el pueblo hablara a sus espaldas; le interesaba, ante todo, mantener el mando porque al fin y al cabo se lo había ganado. Claro, por supuesto, elecciones libres y legítimas y toda esa vaina de la democracia que tan bien funciona para convencer a la gente de a pie que su voto cuenta. Todos sabemos, por Dios, que ese es un relato muy conveniente. Y Alonso García Valero había aplicado a rajatabla lo que el manual del perfecto político latinoamericano propugnaba desde sus páginas de historias de desencuentro.
Y ahí estaba, sentado en la poltrona del sillón consistorial del alcalde de Vallejo, aquel lugar en medio de la nada, un punto referencial en el mapa de rutas de la República de Pagador, otro sitio irrelevante entre otros tantos donde llegué a establecerme casi por descarte y, lo admito sin ambages, cierta comodidad. Al fin, después de haber intentado publicar un libro de relatos cortos que algún sesudo editor rechazó por, escribió, “alarmante carencia de estilo”, decidí que Vallejo sería el rincón perfecto para dejarme ir bien a la mierda. Alquilé una habitación en un hostal de dudosa reputación en el centro de la villa cuya dueña regentaba el prostíbulo que funcionaba en los dos pisos inmediatamente inferiores y me dediqué a observar, tomar nota y beber la mayor cantidad de alcohol para olvidar de una vez por todas mis frustraciones. Una tarde, lo recuerdo muy bien, estaba apoltronado en la barra de Casa Peponcho, un tipo lo bastante agradable como para invitarlo a cualquier reunión social, aun la fiesta de mi divorcio, cuando el alcalde entró por la puerta grande. Era chaparro, algo gordo, con la cabeza rapada y cierto aire histriónico que me recordaba inequívocamente a una de esas fotos de Mussolini. El burgomaestre, genio y figura, iba acompañado de dos alcahuetes que le reían todas las gracias y casi barrían el suelo que pisaba. Uno de ellos, un sujeto de aspecto ratonil y despreciable, miraba a su alrededor detrás de sus gafas de sol dándose aires de importancia; el otro, más cauto, llevaba la mano derecha guardada en un bolsillo mientras con la izquierda despejaba el ambiente de las moscas que sobrevolaban las conciencias de Vallejo apelmazadas en cuatro mesas de parroquianos que tan pronto jugaban a las cartas, libaban las existencias del bar y comentaban obscenidades varias sobre las virtudes de Manuela Lanzarote, la mujer con quien dormía el honorable don Alonso.
Ya he dicho que al alcalde le importaba un carajo lo que comentaran de él; tampoco le venía al caso defender la honra de su amante. Pero, insisto, aquella tarde, todo cambió. La autoridad se sentó en una mesa al fondo, junto a la despensa mientras sus acompañantes aguardaban en pie, secundándolo, uno a diestra otro a siniestra. Pidió una botella de vino tinto, de la casa, una extraña combinación dulce y áspera a la vez, tanto como este maldito pueblo alejado de la mano de Dios. Bebió dos copas, entornó los ojos disfrutando cada trago y pidió el periódico local que Peponcho le acercó sin reverencias. El viejo anarquista no estaba para solfas. Detestaba cualquier tipo de ejercicio del poder y todavía más cuando aquel tipo se acostaba con su hija cuando le daba la gana. Sí, mire usted por dónde, el dueño del bar era el padre de Manuela Lanzarote.
-¿Ven ustedes?-preguntó el político alzando la voz con impostada severidad-“Alcalde García Valero entregará obra de saneamiento básico para Vallejo”, leyó sin que nadie le diera demasiada importancia porque cada quien iba a lo suyo y aquellos discursos eran un sonsonete insoportable para quienes desconfiaban hasta de su camisa.
-¿Qué? ¿A nadie le interesa esto?-Insistió el edilicio molesto ante la indiferencia de los presentes- ¡Yo he conseguido esto para Vallejo! ¡Dame una copa de tu mejor vino, Peponcho! ¡Ese de toda la vida!
Entonces Peponcho, José Lanzarote y Vidal, nativo de Vallejo, lector de Proust y Dos Passos, acodado tras la barra, sacó una botella de tinto reserva del 64 que guardaba para las grandes ocasiones.
-¿Éste? Preguntó con desgana el anarquista deslizando un dedo por la cicatriz que cruzaba su frente de izquierda a derecha a modo de suvenir de la policía política del régimen.
-¡Sí, hombre! ¡Ese!
-Como usted diga, señor alcalde.
-Ojalá no seas como tu compadre, ese tal Gómez, el de la taberna de enfrente. Ese tipo es una rata que siempre me da gato por liebre. ¿Sabes? ¡El muy cabrón me engaña! Me ofrece su mejor vino y al final me sirve cualquier cosa. ¡Qué hijo de puta!
Peponcho era un profesional. Él no le tomaría el pelo a nadie. No era su estilo. Pero tampoco estaba dispuesto a seguir siendo la mofa del pueblo; por ahí ya no pasaba. Lo vi acercarse a la mesa del alcalde arrastrando su pie derecho, otro recuerdo de las celdas policiales y las descargas eléctricas a medianoche mientras oía los alaridos de sus camaradas cuyo único delito era pensar diferente, y mostró la botella de vidrio verde esmeralda. El alcalde asintió complacido. Peponcho sirvió una copa y esperó. Podía esperar toda su vida. Él sabía resistir. De pronto su rostro de sempiterna melancolía se transformó. Sonrió lobuno, relajando los labios, incluso le brillaban los ojos, creo, con algo de malicia conservada en el formol de sus recuerdos más brutales.
-Por mi hija. Brindó el viejo idealista alzando una copa con la paradójica elegancia de un burgués.
Un minuto más tarde, calculo, el alcalde sintió que la vida se le iba en un suspiro y yo, pobre de mí, vivo para contar cómo aquel engaño devenido en dulce venganza me permitió seducir a un editor algo aletargado que vio en mi obra la emergencia de un novel escritor. Amén.