Por Ramón Grimalt
-Bueno, ya está-dijo Amadeus trazando una sonrisa de satisfacción mientras ajustaba uno de los tornillos que sostenía la mandíbula del androide-Con esto, no me cabe la menor duda de que tú y yo, querida, seremos la sensación de la feria de ciencias, ¿verdad?
Pero no obtuvo más respuesta que el silencio que se había apoderado del pequeño taller. Su padre, el ingeniero Montes, había acondicionado aquel cobertizo para que aquel pequeño de ojos azul claro, como el mismo cielo, que apenas levantaba un palmo del suelo y aspiraba a una beca para ingresar en la Facultad de Ciencias Exactas de Vallejo, diera rienda suelta a su creatividad realizando sus sueños. De hecho, Amadeus estaba obsesionado con la robótica desde que vio una extraña película en la sesión de tarde de domingo en el Odeón. En ella, un científico que vivía en lo más alto de una colina creaba singulares ingenios mecánicos con diferentes fines. Había uno, el que más le impresionó, que estaba programado para desempeñarse como mayordomo; otro, en cambio, podía trabajar en un campo de cultivo. “Yo voy a ir más lejos todavía”, se comprometió Amadeus al salir del cine y en cuento llegó a casa cogió papel y lápiz para diseñar lo que sería su primer prototipo.
Como suele pasar en estos casos, el joven soñador no encontraba el camino. Arrugaba una cuartilla tras otra, insatisfecho porque era un perfeccionista. No le quedaba otra tras el accidente. Aquella fatídica tarde de marzo, cuando las primeras hojas del otoño alfombraban las calles y a nadie en su sano juicio se le ocurría dar un paseo bajo la tenue e incómoda llovizna que anticipaba el advenimiento de la primera tormenta del año, Amadeus volvía del colegio cuando de la nada apareció un camión de mudanzas cuyo chófer no supo ni pudo frenar atropellándolo. “Lo siento señor Montes, pero su hijo corre el riesgo de perder la pierna derecha sino lo intervenimos de inmediato”, sentenció con gravedad y aplomo el traumatólogo del Hospital Obrero. Y Amadeus ingresó a un quirófano donde después de dos horas el cirujano le salvó la pierna pero, tal y como advirtió, dejó secuelas: el chico nunca más volvería a caminar sin la ayuda de una aparatosa prótesis de acero inoxidable y correajes de cuero. Algo así, naturalmente, no podía pasar desapercibido para sus compañeros que conociendo su pasión por la inteligencia artificial le apodaron “Bobot”.
Bastante retraído ya era Amadeus para enfrentar a Daniel y sus compinches. Sin piedad, aquellos adolescentes crueles y desalmados, se cebaban con él cuando y donde podían. En realidad, aquella persecución sistemática obedecía a la más despreciable de las envidias porque Amadeus Montes era un alumno excepcional. El plantel docente de los Escolapios lo respetaba por sus conocimientos y desde segundo de primaria no abandonaba los primeros puestos del cuadro de honor. Daniel, en cambio, era un notable jugador de la selección escolar de baloncesto pero un pésimo estudiante. “Tú no te preocupes, hijo. Sólo asegúrate de seguir tu camino”, le repetía el ingeniero que había enviudado cuando Amadeus apenas tenía tres años de edad. Desde aquel entonces se hizo cargo de su hijo comprometiéndose ante la tumba de su esposa a hacerlo alguien de provecho y, por lo visto, estaba muy cerca de conseguir el objetivo que se había trazado.
-Ven a cenar, Peque-dijo Aurelio Montes abriendo la pesada puerta del taller-He preparado lasaña, tu plato favorito.
-Ah, ya voy Pa-repuso Amadeus sin dejar de contemplar su creación-Sólo dame un segundo. Lo voy a probar.
El ingeniero dio un paso adelante. La piel metálica y plateada del androide brillaba al contacto con la potente luz de la bombilla otorgándole un aspecto limpio y nuevo.
-Por lo visto, estamos ante tu mejor prototipo¬-afirmó Aurelio Montes sin poder disimular su orgullo-¿Lo presentarás en la feria?
Amadeus asintió.
-¿Qué te pasa?-preguntó al advertir el gesto compungido dibujado en el rostro de su hijo que había cumplido trece años-No te veo demasiado feliz…
-No, no se trata precisamente de felicidad-repuso Amadeus- A veces me pregunto si estos son mis verdaderos amigos.
-Entiendo lo que quieres decir-dijo el ingeniero sentándose en un taburete frente a su hijo-Yo tampoco fui demasiado popular en el colegio. Era, digamos, un tipo diferente y no hay nada de malo en ello.
-El problema, papá, es que yo, bueno yo…
-Dime. Insistió con ternura Aurelio Montes recordando a aquel psicólogo que en un programa de radio recomendaba a los padres ser comprensivos y dialogantes.
-Hay una niña que me gusta. Y mucho.
-Ja, ja-celebró el ingeniero siempre técnico, exacto y cerebral-¡Eso es de lo más normal!
-Sería normal si yo no tuviera esto-dijo Amadeus tocándose la prótesis ortopédica en la pierna derecha-Esto es como un grillete que me impide volar.
-No necesitas alas para volar, hijo. Sólo la voluntad de hacerlo.
-Siempre me dices lo mismo, pero la realidad es diferente.
-Siempre te digo lo mismo porque es verdad-dijo con vehemencia Aurelio-Eres un muchacho excepcional y el mejor hijo que cualquier padre quisiera tener a su lado. Mira, vamos a cenar y luego te cuento algo. ¿Te parece?
Amadeus aceptó la propuesta sin demasiada convicción mientras su memoria proyectaba imágenes registradas y archivadas de Teresa, aquella compañera de clase que le había arrebatado el corazón y conquistado su alma y que una vez terminada la cena se volvió en motivo de conversación.
-Mira-dijo el ingeniero frunciendo el entrecejo-¿qué te parece si el día de tu presentación en la feria utilizas tu prototipo para impresionarla?
-No veo cómo… Repuso escéptico Amadeus.
-Déjame este asunto a mí, tú ya verás. Aseguró Aurelio dispuesto a dibujar al menos una ilusión en la mirada eternamente apesadumbrada de su hijo que se fue a dormir después de cubrir a su androide con una sábana para que el polvo que se acumulaba en los muebles no dañara sus circuitos. Técnicamente el prototipo era sencillo. Había utilizado material de desecho que recogía de los contenedores de basura, circuitos que soldaba con precisión, cables de todo tipo y tamaño, fuselajes, armazones metálicos, rodamientos y alambres. Solía pasarse horas tratando de que cada pieza encajara allá donde lo había previsto en su diseño. Eran planos que únicamente entendía él, con flechas, palabras subrayadas y cálculos a cada cual más complejo que Aurelio, siendo un profesional en la materia, tampoco alcanzaba a comprender. “¿Será que soy el padre de un joven Einstein?” pensaba el ingeniero mientras Amadeus trabajaba en su pequeño taller. Cuando llegó el sábado, día de la feria de ciencias, empezó a dar crédito a sus extrañas cavilaciones.
La feria de ciencias era uno de los eventos más señalados del año académico. El alumnado se esmeraba preparando sus proyectos porque el primer premio consistía en un viaje a la capital con todos los gastos pagados. Claro que Amadeus tenía otra motivación espiritualmente mucho más elevada. Si seguía los sabios consejos de su padre Teresa, ese pesado tesoro que aspiraba a conquistar, caería rendida a sus pies. “Toda mujer se deja seducir por una mente brillante y eso es lo que eres, hijo mío”, le dijo a poco de salir de casa. De modo que se instaló en el patio principal, bajo un toldo bajo que otorgaba a su espacio un ambiente fresco y relajado, y esperó a que los primeros visitantes se acercaran a Dorotea I, como había bautizado a su androide.
-¿Y qué hace? ¿Se mueve? Le preguntó un inquieto alumno de primaria.
Amadeus pulsó un botón de color rojo que activaba el mecanismo motriz del robot y éste movió lentamente su brazo derecho.
-Pues eso no es demasiado impresionante… Dijo aquel crío repelente.
Entonces Amadeus giró una ruedecilla que había adaptado de un transistor y el cuello del autómata giró a su izquierda.
-Sólo le falta hablar-dijo Amadeus con aire de melancolía- Pero ese es el próximo paso.
En ese momento, justo cuando el niño de primaria agradecía por la breve presentación, apareció Teresa secundada por dos amigas. El joven inventor no sabía dónde meterse. Palideció y se ruborizó al mismo tiempo, sintió que su espalda crujía como si también estuviera compuesta por rodamientos, y sus rodillas empezaron a temblar agitadas por una brisa incómoda.
-Hola, Amadeus-le dijo con una sonrisa amplia y generosa, mostrando sus dientecillos de simpático roedor de dibujos animados.
Él estaba petrificado aunque no al punto de perder de vista su objetivo. Pulsó un pequeño botón del mando a distancia y la mano izquierda de Dorotea I cogió una rosa de pétalos de color carmesí con sumo cuidado. La mecánica extremidad tenía cuatro dedos, uno de ellos el pulgar, y Teresa abrió la boca formando una “O” de sorpresa. “No me falles ahora Dotty”, le dijo mentalmente al robot que levantaba el capullo ofreciéndoselo a la joven. Amadeus no lo podía creer. Sentía que lo había conseguido y su corazón, acelerado como un reloj suizo, bombeaba sangre a su cerebro que procesaba información desordenada. Deliciosamente desordenada. Todo era demasiado perfecto para ser real.
-Pero si es mi buen amigo “Bobot”-dijo Daniel con sorna festejado por sus secuaces-No me digas que te has presentado a concurso con esto.
-Oh, déjalo-intervino Teresa condescendiente-A mí me parece muy…
-“¿Muy?” Ironizó el basquetbolista.
-Pues muy… Bonito. Eso es bonito.
“¿Eso es todo lo que puedes decir de mi invento?” pensó Amadeus decepcionado. “Tanto esfuerzo para nada, por algo bonito”.
-¿Bonito? Esto es una mierda, señor “ingeniero”.
-No soy ingeniero. Ingeniero es mi padre. Atinó a responder Amadeus sorprendido por su rápida capacidad para contestar.
-Entonces debe ser un fracasado como tú. Sentenció Daniel convirtiendo cada una de sus palabras en un puñal dirigido al pecho descubierto del pequeño inventor. “Si tan sólo tú pudieras, mi Dotty…” pensaba mientras caía la pesada bruma de la mofa cobarde. Pero el autómata no respondía. Se limitaba a sostener la rosa con firmeza como no podía ser de otra manera considerando que se trataba de una máquina. Solamente una máquina.
-¿Ves, Bobot? Este estúpido invento tuyo no sirve. Es un fracaso. No ganarás ni siquiera una mención de honor. Dijo acercando su cara al rostro de lata de Dorotea I que Amadeus había diseñado con dos pilotos rojos a modo de ojos y una abertura como boca.
-¡Buh! Le espetó burlesco provocando la risa fácil de sus compinches.
“Oh, mi Dotty. Si quizás tuvieras la posibilidad de…”
“¿Responder a una agresión por más insignificante que ésta sea?”
La voz impactó en las paredes de la mente de Amadeus reverberando en su cerebro. En principio la rechazó. Su sentido común, altamente desarrollado a pesar de tratarse de un chico de trece años, no aceptaba que Dorotea I se pudiera comunicar con él sobre todo porque no había programado para esa función específica.
“¿Qué me dices, Amadeus? ¿Reacciono?”
Amadeus negó con la cabeza tratando de que la voz se disipara. Pero no era una voz cualquiera. Era de la de su madre. Sonaba tierna, suave y cálida por un lado; por otro, lo conminaba a tomar decisiones con firmeza. Al fin, decidió responder:
-No hagas nada, Dotty.
-“¿Dotty?” ¿A quién le hablas, Bobot? Se burló Daniel sin dejar de mirar los ojos incandescentes del autómata, atraído por una fuerza superior.
“Sabes que tengo libre albedrío. No te tengo que pedir permiso para hacer o decir. Me he ganado ese derecho y debes respetarlo. Al fin y al cabo, yo te creé.”
“Dotty, si puedes escucharme como yo te escucho a ti, por favor deja que Daniel se vaya. Arreglaremos este asunto en otro momento”.
“No hay otro momento. Tú bien sabes que es aquí y ahora. Esto se acaba ahora”.
“No es necesario, Dotty…Mamá Dotty”.
El robot ladeó la cabeza a su derecha lo suficiente hasta encontrarse con Amadeus que tenía los ojos irritados y estaba a punto de derramar una lágrima. Detrás de los cristales de sus gafas de pasta de montura gruesa, el chico trataba de contener lo que parecía inevitable. Sentía que la conexión mental que había establecido con el autómata se estaba perdiendo, como si comenzara a faltarle energía. Pero ya había perdido a su madre una vez y no estaba dispuesto a perderla de nuevo.
“Mamá tú te fuiste cuando yo apenas era un niño. Recuerdo, sin embargo, cómo me arrullabas en aquellas noches de invierno, arropándome, haciéndome la cabañita con las mantas y las sábanas donde ni siquiera la fría brisa del norte era capaz de penetrar. Pero, ¿en qué momento volviste?”
Dorotea I movió levemente los dedos de su mano derecha hasta formar un puño. El mecanismo era sorprendentemente preciso.