Agencias
Lo esencial es invisible a los ojos. O por lo menos eso nos ha enseñado uno de los libros fundamentales en el mundo, una de las obras que acercaron la lectura a millones y un cuento que nos demostró la maravilla de viajar a otras tierras mediante la lectura. “El principito”, de Antoine de Saint-Exupéry es ese navío interestelar que a muchos nos posibilitó en la infancia (e incluso en la adultez) un encuentro no con seres fuera del planeta, sino con distintos rostros de nuestro corazón, con múltiples reflejos de nuestro rostro.
El avance de los años posiblemente ha causado estragos en nuestra piel, por lo menos ha hecho una notoria evolución, pero gracias a esta narración de fantásticas proporciones a pesar de su corta extensión, es posible mantener en nuestra memoria la idea de no envejecer, de no permitir que la realidad común nos pervierta.
Ese pequeño rubio, aun cayendo sobre la arena, siempre vivirá en nuestro interior junto a ese diminuto yo, que sin importar su tamaño tiene la mente lo suficientemente desarrollada como para entender más de la vida que cualquier otro ser “maduro”.
En ese afán por mantenerlo como en casa, por cuidarlo primorosamente mientras descansa al lado de una versión siempre joven de nosotros mismos, podríamos considerar como un intento perfecto el retomar algunas frases del libro que le vio nacer y convertirlas en tatuajes, en adornos de ese cuerpo que no se puede dar licencia para convertirse en un obtuso ser de edad mayor.
Algunas sugerencias podrían ser las siguientes; esas enseñanzas básicas que deben perdurar en nuestro entendimiento y, así, entender que nuestra existencia es extraordinaria y que ningún fin podrá desvanecerla nunca.
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«Todo lo esencial es invisible para los ojos».
«Creo que para escapar, tomó una migración de aves salvajes».
«Te haces responsable, por siempre, por lo que has hecho».
«Recuerda que todo cambia».
«Y sentado sobre el pasto, lloró».
«Le mostré mi dibujo a los grandes y les pregunté si el dibujo les asustaba».
«Para mí serás único en todo el mundo»
«Es una locura odiar a todas las rosas porque una te pinchó».
«Al quinto día y también en relación con el cordero, me fue revelado este otro secreto de la vida del principito. Me preguntó bruscamente y sin preámbulo, como resultado de un problema largamente meditado en silencio:
—Si un cordero se come los arbustos, se comerá también las flores ¿no?
—Un cordero se come todo lo que encuentra.
—¿Y también las flores que tienen espinas?
—Sí; también las flores que tienen espinas.
—Entonces, ¿para qué le sirven las espinas?
Confieso que no lo sabía. Estaba yo muy ocupado tratando de destornillar un perno demasiado apretado del motor; la avería comenzaba a parecerme cosa grave y la circunstancia de que se estuviera agotando mi provisión de agua, me hacía temer lo peor.
—¿Para qué sirven las espinas?
El principito no permitía nunca que se dejara sin respuesta una pregunta formulada por él. Irritado por la resistencia que me oponía el perno, le respondí lo primero que se me ocurrió:
—Las espinas no sirven para nada; son pura maldad de las flores.
—¡Oh!
Y después de un silencio, me dijo con una especie de rencor:
—¡No te creo! Las flores son débiles. Son ingenuas. Se defienden como pueden. Se creen terribles con sus espinas…»