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Por Ramón Grimalt

A partir de la condena de doce años de cárcel contra el expresidente de Brasil, Luis Inácio Da Silva, Lula, por corrupción, se ha generado un amplio e intenso debate sobre la llamada judicialización de la política, aquello que los expertos estadounidenses de The New York Times denominan “lawfare” o politización del poder judicial.
Ciertamente habría que se muy cándido (o necio, depende) para no interpretar que detrás del Tribunal Supremo Federal (TSF) se esconden intereses políticos para evitar que quien va primero en la intención de voto de cara a las elecciones generales de octubre, pueda concurrir a ellas en igualdad de condiciones. Pero no es menos cierto que Lula benefició a terceros y, en algunos casos, hizo la vista gorda en una suerte de “corrupción pasiva”. De ser así, y el TSF tiene pruebas al respecto, el veterano y carismático líder del Partido de los Trabajadores (PT) verá los comicios desde una celda y eso es un severo llamado de atención a los gobiernos progresistas (y no tanto) que consideran que el enriquecimiento ilícito es patrimonio de la oligarquía de derecha. Entrevistando y escuchando atentamente a Íñigo Errejón, número dos de PODEMOS en España, uno tendría la sensación de que la demagogia populista está en plena efervescencia cuando cierras filas en torno al “hombre que sacó de la pobreza a millones de brasileños”… Pero de paso ayudó a otros a que se enriquecieran. Personalmente no me vale ese doble rasero, sobre todo cuando en todo el continente (y allende el Atlántico) hay ejemplos muy claros y contundentes de corrupción que no tienen la impronta de la derecha o de la izquierda; están marcados por la codicia inherente a la condición humana que no discrimina moros de cristianos.

El poder y su ejercicio discrecional y abusivo corrompen por definición; ya lo decía Winston Churchill “no hay nada más seductor que el poder” y, por lo visto, no le falta razón. La política, entendida desde la simplicidad como un permanente juego de intereses para acceder al poder, impregna, sin lugar a dudas los fallos de los jueces, pervierte los tribunales y menoscaba la credibilidad del Estado. Así ha sucedido en Brasil, no nos engañemos, un país cuyos gobernantes siempre han estado en el ojo de la tormenta por untar o dejarse untar por terceros. En un principio, quien más y quien menos nadaba en la impunidad, tratándose de un Estado enorme, inmenso, donde había suficientes tajadas de la torta a repartir entre empresas estratégicas como Petrobras, OAS y Odebrecht. Algunos de sus ejecutivos, muchos de ellos con conexiones firmes y establecidas en un sistema de partidos políticos esencialmente corrompido y fácilmente corruptible, asumían como una práctica habitual el tráfico de sobres y de influencias. Lula, quizás, no participaba directamente pero sabía que sus adláteres del PT intervenían en los procesos de licitación hoy cuestionados y por ello, se lo procesó y condenó. Y es que cuando uno es presidente debe asumir la responsabilidad propia de tan alta investidura y cuando las papas queman dar la cara, en vez de esconderse detrás de supuestas teorías conspirativas.
Sí, amigo Lula, você abusou, y ahora toca purgar.