Noticias El Periódico Tarija

Todavía conservo en la memoria-es una de las cosas en mi cuerpo que aún no falla ni da signos de que pueda hacerlo en algún momento- varias escenas e incluso diálogos de La sociedad de los poetas muertos. Recuerdo vivamente esa sesión de tanda de domingo en el cine Gran Rex acompañado de los amigos más entrañables que cualquier joven deseara tener para siempre a su vera, compartiendo bolsitas de pipocas, papitas fritas y soda negra, mientras no perdíamos detalles de las andanzas del genial profesor Keating y su grupo de amantes de la literatura en la América conservadora de fines de los años cincuenta.

La película, para quien suscribe una obra de arte que veo cuando la emiten en algún canal de cable, me permitió entonces reflexionar sobre la importancia de la cultura, el estudio, la lectura y la escritura como práctica cotidiana necesaria para sacar músculo intelectual. El inolvidable Robin Williams, en el papel del señor Keating, consigue que uno salga de la sala o se levante del sillón, con la firme intención de apagar la caja tonta del Bailando o Yo me llamo, depende, para abrir un libro, sí claro, ese objeto de tapa dura, o blanda, con páginas que jamás te traicionará. Puedo haberlo excelente, bueno, malo y pésimo, pero desde la primera página ya te muestra sus intenciones. Ninguno de ellos, ni siquiera aquel escrito al calor del delirio alcohólico, es capaz de clavarte una puñalada por la espalda y mucho menos te obliga a que lo acompañes en su turbulenta singladura literaria. Si no te gusta, simplemente lo dejas reposar hasta una nueva ocasión, porque eso sí, un libro siempre te concede una segunda oportunidad. Esa es una de las virtudes de la cultura.

Esta idea me conduce de un modo inevitable a otra película, ésta más reciente y premiada: El ciudadano ilustre. En ella, antes del desenlace que no pretendo develar, el escritor ganador del Premio Nobel de Literatura sentencia ante un auditorio de coterráneos desagradecidos y desagradables: “la mejor política cultural es aquella que no se hace. La cultura es algo vivo y potente que no necesita protección y por lo tanto, no requiere de una política a tal efecto”. Coincido y guardo la frase bien anotada en uno de mis cuadernos de campo, especialmente cuando aparece una ministra de Culturas, así en plural, como la economía o la nacionalidad, justificando un museo en homenaje al presidente, albergo una profunda frustración e impotencia. Pero al mismo tiempo es la prueba de que las palabras política y cultura son antónimas, casi una contradicción como el concepto de “inteligencia militar”. Cuando desde el mundo de la cultura se piden “gestores de políticas culturales” se me estremece el cuerpo porque ellos demuestran debilidad, una endeblez impropia de un país que exuda expresiones culturales desde el folclore a las bellas artes, pasando por la literatura y el arte dramático.

Entonces vuelvo a mi querido profesor Keating y a ese mundo de letras contrapuesto por definición al uso y el abuso político. Estoy seguro de que se hubiera indignado al constatar que en Bolivia la cultura va de la mano de la propaganda y ésta de la instalación de tarimas para mitines, sin dejar de lado la promoción del rally Dakar una metáfora de la realidad cuando el rumor insoportable de los motores perturba la razón y el sentido común.