Noticias El Periódico Tarija

Por Ramón Grimalt

He escrito para la televisión la crónica del desastre de Sama expuesta en el documental titulado “Subdesarrollo y ¿felicidad?”, a modo de homenaje a la obra de William Bluske, notable muestra de literatura costumbrista boliviana. Lo cierto es que yendo y viniendo de los campamentos de San Pedro de Sola y San Andrés le fui dando vueltas a un título que reflejara la magnitud de la catástrofe natural, esas más de diez mil hectáreas del bioparque y reserva natural devastadas por la voracidad de un fuego que no tuvo piedad durante tres días de incertidumbre, confusión y sobre todo improvisación.

La noche del sábado 12 de agosto, compartiendo con los comunarios, voluntarios y rescatistas en San Pedro de Sola, comprobé que seguimos estando en pañales en materia de gestión de riesgo y prevención de desastres. Si bien es cierto que existen protocolos-algunos voluminosos-adecuados a parámetros internacionales sobre este menester, lo sucedido en Tarija es la perfecta radiografía de un país acostumbrado a vivir al filo del precipicio.

-Ya he trepau tres veces, doncito-me cuenta un comunario a quien calculo sesenta y pico-He llevau dos botellitas de agua como éstas, pero no alcanza. El “juego” está bien fuerte.

Sus hijos-o nietos vaya usted a saber-tres changuitos con edades comprendidas entre ocho y doce años, muestran sus manos con ampollas después de abrirse paso con un machete entre la intrincada maleza que viste la serranía. Uno de ellos, el mayor, tiene los ojos enrojecidos por el hollín y el humo. Se ve un chico de complexión fuerte, chapaco de mirada firme, sincera, intensa, pegau a la tierra, acostumbrado a levantarse al alba para ayudar a su viejo en la chacra. Reconoce que en invierno chaquea “pa que la tierra agarre”, pero que lo hace de un modo “responsable”, “cuidando de que no haiga peligro”. Uno de sus hermanos se limita a asentir con la cabeza mientras una mujer, seguramente de la ciudad, le sirve un plato de sopa caliente que se agradece cuando la temperatura desciende hasta los diez grados y sopla una brisa fría, incómoda, que dificulta las labores de extinción.

-Pudimos haber actuado antes-confiesa un miembro del Comité Pro Intereses de Tarija que me brinda su amistad y “todo lo que necesites, mi hermano”- Pero vos sabes cómo es esto. Todo a última hora. Mirá una cosa. ¿Cuánto costó el museo del Evo? ¿Ah? ¿Y cuánto cuestan dos aviones de esos grandotes para apagar el fuego? Te la dejo picando, papá.

No le respondo. Me limito a apurar una taza de café bien tinto y echo un vistazo a mi alrededor. El panorama es penoso, tanto que duele. Álvaro, el camarógrafo que me acompaña, un escudero leal y muy fiel, no pierde detalle.

-Me interesa la gente-dice un tanto abrumado por el cariño que nos expresa-Los políticos seguro vendrán mañana para la foto.

Sonrío con malicia. No se equivoca. Al día siguiente, un soleado domingo que se despeja dejando entrever un cielo límpido que contrasta con la bruma sabatina, aparece un helicóptero del que desciende un ministro rodeado de asesores, policías y militares. Pide un rápido informe, saluda a éste y aquél y se fotografía con una mujer mayor que arrea una vaca escuálida. El ministro traza su mejor sonrisa de Colgate; ella mantiene la dignidad y la compostura, el rostro serio, ajado por la pobreza, una mano en la testuz de aquel animal de oscura y lánguida mirada y la otra abierta, firme, aclarando que no está para demasiadas historias cuando el jueves se quemó su pago mientras aquel funcionario pulía los detalles de la promulgación de la ley que levanta la intangibilidad del TIPNIS.

“Intangibilidad”, pienso y concluyo: Una intangible lección de dignidad tarijeña.