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Hermanos de armas

Buena parte de mi infancia, hasta los quince años, día más, día menos, la pasé en los campos de batalla. Waterloo, Little Big Horn, Omaha Beach, Agincourt, fueron parte de un despliegue impresionante de ejércitos sobre la alfombra y mobiliario del living de mis abuelos en su apartamento de Barcelona. A diario, regateando las obligaciones escolares con la cadera dislocada de Messi, sobre todo la tarea de matemáticas, escenificaba cada uno de aquellos momentos históricos durante horas, una tras otra, desplazando batallones escoceses al flanco izquierdo para formar cuadros dispuestos a resistir la acometida de los lanceros franceses en su último intento por ganar el día para mayor gloria de Napoleón Bonaparte o movilizando los tanques Sherman del general Patton al rescate de los muchachos cercados por los alemanes en la bombardeada Bastogne, derruida hasta sus cimientos.

  Pero mi batalla favorita era la que el 22 de enero de 1979 libró la Primera Compañía del Vigésimo cuarto regimiento galés Warwickshire en Rorke’s Drift, cuando mantuvieron una posición estratégica frente a miles de guerreros zulúes. Recuerdo haber combatido hombro a hombro con aquellos soldados que cantaban voz en cuello Men of Arlech mientras luchaban cuerpo a cuerpo contra la bravura nativa que honraba su gran líder el rey Shaka. De vez en cuando mi abuelo intervenía para corregir esta o esa posición, un movimiento de tropas erróneo o quizás un dato histórico que había modificado caprichosamente para favorecer una victoria británica. En mi mundo en guerra siempre vencía Gran Bretaña, véalo usted desde la perspectiva de quien fue educado en esa cultura, empapándose de sus costumbres y considerando su bandera, la Union Flag o Union Jack, como un referente de civilización y progreso allá donde flameara. En nombre del lema King and Country mis ejércitos británicos dominaban el planeta aplastando a la caballería francesa, los panzer alemanes, haciendo vencible la Armada Invencible española, mientras los gaiteros animaban a la tropa a asaltar las trincheras enemigas a pecho descubierto en Yprés o Verdún. Sí, para mí los héroes militares, los únicos capaces de hazañas bélicas memorables, combatir bajo severos códigos de caballerosidad, sin rendirse jamás ni siquiera ante la brutalidad de los japoneses en Rangún, siempre eran, son y serán británicos.

Pero un día dejé de jugar. Guardé el centenar de cajas de soldados de plástico, a escala, que la firma inglesa Airfix producía de modo industrial para la elaboración de maquetas y dioramas y que mi abuelo me compraba cada mes si el boletín de calificaciones superaba las expectativas, para empezar a leer compulsivamente. Entonces alcancé cierta madurez, la misma que me llevó a conocer a un filósofo del siglo XVII, Blaise Pascal. De aquellas lecturas conservo una frase que cambió mi modo de entender la historia: “¿Puede haber algo más ridículo que la pretensión de que un hombre tenga derecho a matarme porque habita al otro lado del río y porque su príncipe tenga una querella contra el mío, aunque yo no la tenga con él?”.

Esta reflexión justificó mi decisión de abandonar los teatros de operaciones para asumir que no existe ningún motivo que explique la guerra, ni siquiera los conceptos de país, patria, bandera, nación o religión. Son precisamente las clases dominantes, las que ejercen una suerte de poder omnímodo, aquellas que instrumentalizan esas palabras para movilizar a las masas acríticas a combatir por intereses sectarios. La guerra la combaten los pobres-de hecho es uno de los recursos más efectivos para luchar contra la pobreza-que se convierten en perfecta carne de cañón. En tanto, los poderosos ven desde el palco cómo se matan unos a otros para luego pasar por caja contentándose con dedicar un memorial, lápidas con cruces blancas y banderas a media asta en honor a los valientes. Lo paradójico es que vencedores y vencidos son hermanos de armas, los hijos bastardos de una estructura de poder que en veintiún siglos no hemos podido-querido superar.