Marcelo Ostria Trigo
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La aguda crisis de la administración de justicia en nuestro país es una seria preocupación ciudadana de la que no pocos se han ocupado en analizar y en proponer reformas para su funcionamiento eficiente e independiente de toda injerencia extra institucional, pues se trata de un poder del Estado que debe aplicar la ley para proteger la vida, la integridad, el honor y los bienes de los ciudadanos y, a la vez, cuidar que la autoridad se ciña al ordenamiento jurídico y que sea garantía de la armonía social.
Si esto es sabido, resulta incomprensible que no se intente seriamente —fuera de anuncios de cumbres judiciales y otras acciones poco creíbles— recuperar la majestad de esta vital función del Estado. Claro está que hay quienes confían en eludirla, contando con el poder político que detentan o corrompiéndola. Estos son los que ignoran lo que el expresidente uruguayo José María Sanguinetti define como condición para concitar respeto y confianza de la sociedad: “…la justicia no es una herramienta política o publicitaria, sino un fundamental poder del Estado, sin cuyo funcionamiento la democracia no puede consolidarse en el espíritu del ciudadano.”
Cuando se usa la justicia para perseguir a los oponentes políticos o para favorecer a los áulicos, se incurre en aberraciones que, con el tiempo, se comienzan a ver como corrientes y consubstanciales al ejercicio del poder. En efecto, ya no pasa un día sin que los encumbrados amenacen con enjuiciar a los ciudadanos como medio de presión política, contando con la influencia que ejercen sobre los operadores de esta función del Estado. Por supuesto que, cuando esto ocurre, no hay ninguna intención de “obrar y juzgar, teniendo como guía la verdad”. Hay juicios que serían imposibles de sostener en tribunales independientes, y que ahora son instrumentos de venganza y persecución, como uno de ellos que ya dura siete años, sin que el juzgador atine a resolver por falta de pruebas. Más aún, se elude la justicia cuando hay delitos de funcionarios que se sienten protegidos e impunes con la complicidad de ciertos abogados que medran de la corrupción.
Se dirá que la composición de los tribunales de justicia es la representación de la corrupción y desidia de esta época. Es cierto. Pero no conforma que solo se identifique la causa, sin exigir las soluciones, una de ellas devolver a los poderes del Estado la independencia y la autonomía que requieren para cumplir su misión. Esto, en suma, sería recuperar en parte el Estado de Derecho, hoy casi inexistente.