Noticias El Periódico Tarija

Por Ramón Grimalt
El célebre Marco Tedesqui cuidaba su voz con devoción. Cumplía al pie de la letra cada una de las indicaciones de su maestro quien lo descubrió entre los niños del coro de Santa Gadea. Desde un principio supo que tenía talento y se comprometió en convertirlo en el mejor tenor del mundo.
En la habitación del Hotel París con vista a la Plaza Murillo, Tedesqui recordaba las palabras de su mentor, el gran titán del bel canto Luca Donatti: “jamás, nunca, dejes que se enfríe la garganta. Menos, antes de una actuación”.  Por eso se anudó al cuello el fular de seda que siempre llevaba consigo y miró por la ventana. Vio una tarde plomiza y desapacible que anticipaba una noche aún peor.
No conocía el Teatro Modesta Sanjinés, ni tenía referencia alguna que pudiera orientarlo sobre sus instalaciones, el aforo y muy en particular, la acústica. Aquella no era su primera vez en Bolivia. Un par de años atrás había ofrecido un concierto en Santa Cruz en el marco de un festival de música barroca en las misiones franciscanas de San José de Chiquitos y lo único que conservaba de aquella experiencia eran los bichos, el calor sofocante y una extraordinaria partitura escrita en 1634 por un italiano apellidado Perverese. De hecho, acabó pagando una suma lo bastante importante para que acabara protegida por una urna en la biblioteca de su mansión del Lago Como. Podía decirse, sin temor a exagerar, que se trataba de su tesoro más preciado. Naturalmente, gracias a la tecnología, había conseguido digitalizar aquel documento de incalculable valor histórico y con la inestimable ayuda de Bernardo Cesari, director de la Opera de Milán, pudo escuchar la ejecución de la obra de aquel ilustre desconocido que entró en su vida con la virulencia de un huracán.
-No se trata de una composición sacra, al contrario. Tiene un carácter profano. Le comentó entonces el maestro Cesari.
En un principio le pareció curioso. Le intrigaba qué hacía aquel texto, sin duda proscrito por la Iglesia, probablemente perseguido por las autoridades locales del Santo Oficio, entre el rico tesoro lírico conservado por los misioneros. Cesari, cuándo no, tenía la respuesta.
-La música, sí, mi buen amigo. La música. Aunque se trate de una pieza lírica, con un texto que incluso podría considerarse irreverente, la cadencia melódica equivale a una catarata de notas hilvanadas con la precisión de un genio, sólo al alcance de Boccherini o Vivaldi. No me cabe la menor duda de que eso salvó la partitura.
El tenor sonrió, abrió su portafolio y sacó una copia de Pernocta. Repasó mentalmente las primeras estrofas y, tras hacer gárgaras en la intimidad de un pequeño baño, oscuro, sin ventana, permitió que su voz reprodujera el Primo Canto.
“Noche cuyo manto cae sobre los mortales, no me desampares en este momento de zozobra, pues ante la ausencia de mi amada siento el cálido aliento de la muerte”.
Cada palabra le pareció deliciosa, inspiradora. Sobre todo porque había escogido aquella noche para develarle al mundo aquella magnífica obra del siglo XVII. Preso de una felicidad contenida, excitado por el debut, se vistió con un traje oscuro, elegante, y salió a la calle. Cruzó el Kilómetro Cero, arrebujado en un abrigo de piel de astracán cuyo precio superaba el de varios vehículos chinos estacionados cerca de la calle Comercio y llegó al Teatro. Las puertas aún permanecían cerradas y llamó con insistencia. Un ojo turbio emergió por la mirilla y, poco después, abrió.
-Oh, señor Tedesqui. Bienvenido- dijo un hombre menudo cuya extrema delgadez reflejaba una salud endeble-Pase, por favor. Su camerino está preparado.
La habitación era ófrica; de las paredes se desprendía un fuerte olor a humedad que el ambientador apenas podía disimular. El famoso tenor frunció la nariz con desagrado.
-¿Desea usted que le sirva algo? ¿Té, café? Preguntó el hombre con diligencia.
-No, nada de eso. Sólo agua. Natural, sin gas.
El hombre asintió en silencio y encendió la luz de un pasillo interminable que comunicaba vestuarios, dependencias y camerinos con las bambalinas del escenario. Poco después apareció con una bandeja, una jarra y un vaso. Marco Tedesqui se había sentado en una butaca desvencijada y repasaba la copia de la partitura de Pernocta.
-Acérquese, por favor. Pidió el tenor a aquel portero que cojeaba levemente de la pierna derecha arrastrándola como si estuviera encadenado a una de esas pesadas bolas de acero de los condenados a galeras.
Anselmo, así se conoce al recepcionista del Teatro, obedeció con un mohín de tristeza dibujado en un rostro de por sí deprimido, sin reparar en que un madera del entablonado desafiaba la ley de la gravedad. Cuando se dio cuenta trató de frenar lo inevitable y perdiendo el equilibrio volaron bandeja, jarra y vaso, cuyo contenido se vació sobre el cantante de ópera.
-¡Maldición! ¡Pero qué torpeza imperdonable!-protestó Tedesqui  sosteniendo la partitura empapada- ¿Y ahora qué voy a hacer? ¡Es usted un perfecto imbécil!
Anselmo se puso en pie a duras penas apoyando su frágil humanidad en una mesita que aparentaba ser sólida.
-L-lo siento, señor. Balbuceó avergonzado.
-¡Salga de aquí! Le espetó rudamente el tenor fuera de sí, sin advertir que aquel viejo aymara murmuraba una serie de palabras ininteligibles.
“Al menos no es el original” se consoló Marco Tedesqui  mientras oía el rumor del público que ocupaba sus localidades en el teatro. Cuando asomó detrás del telón calculó unas doscientas personas atraídas por el cartel de presentación del único concierto del gran tenor italiano en la sede de gobierno.
Más tranquilo, se despojó de la ropa mojada, dejó la partitura de Pernocta sobre el mesón iluminado por bombillas de colores y entró en el baño. El mal drenaje le recordó la inmundicia de los muelles del puerto de Ostia, su pueblo natal, y abrió el grifo para refrescar su rostro. Pero cuando alzó la cabeza vio que el espejo le devolvía su propia imagen deteriorada por el paso del tiempo; la piel ajada a causa de la gélida brisa del altiplano, cientos de grietas abriéndose paso entre los ojos y el entrecejo para perderse en una frente amplia y oscura, bajo una mata de cabello  ceniciento.  Algo pasaba en aquel lugar, de ello estaba seguro, sobre todo cuando volvió al camerino para descubrir con horror que la partitura había desparecido y con ella su voz, que no era más que un hilo de dudosa e imperceptible sonoridad.
Una vez más, el ajayu de Anselmo había restaurado las cosas.