Noticias El Periódico Tarija

Por Ramón Grimalt

Lo trajeron con una bala en el pecho y la camisa hecha jirones para tratar de frenar la hemorragia. Él había visto ese tipo de herida muchas veces. Pero nunca en un niño. Se preguntó qué carajo hacía aquel proyecto de persona aún por pulir en medio de la vorágine. Alrededor estaba la respuesta. Lejanos sonaban aún los ecos de la protesta ciudadana contra el gobierno que había hipotecado el futuro del país en un contrato de venta de gas a California mientras mucho más cerca, casi en su oído, ululaban las ambulancias y las patrullas de policía.

-¡Todavía está con vida, doctor Rengel! Le espetó una enfermera que tomaba el pulso cardiaco a la víctima, un retaco que no debía pasar de los seis años. Sin duda, un nuevo caso de estar en el momento inadecuado. Sí, aquello también lo había visto. Y vivido.

-Primero limpiaremos la herida. Luego métanlo al quirófano. Yo procederé a la extracción. Afirmó el médico de la sala de emergencias con un aplomo impostado. Ciertamente la herida se veía mal, fatal, siendo más precisos, y seguramente la bala se había alojado en un área vital.
La enfermera limpió la herida. El niño no se quejaba. Estaba lo bastante aturdido para dejar que su mente volara a algún lugar incierto más allá del caótico horizonte que le había tocado vivir. Afuera, la ciudad, bullía. El doctor se preguntaba si su familia estaría a salvo. Pensó en sus hijos. Suspiró aliviado al recordar que habían suspendido las clases.

-La herida está limpia, doctor. Anunció la eficiente enfermera mientras su compañera enjugaba el sudor que perlaba la frente de aquella pequeña víctima de la intolerancia adulta.

-Adminístrele un calmante-ordenó el doctor-Esto podría dolerle un poco.
La enfermera buscó una vena en el brazo del niño y administró el calmante. El doctor se dispuso a extraer el proyectil. Por el orificio dedujo que se trataba de un arma corta, con toda probabilidad un revólver. “Quién puede ser tan cruel y malvado de disparar a un niño a quemarropa” se decía mientras retiraba los restos de la camisa que vestía. Entonces sobrevino una imagen de su infancia. Estaba en la arboleda de don Fabián. Allí crecían los manzanos más robustos y hermosos de la comarca. Pedro, su hermano mayor, encabezaba la operación. Cinco chicos, todos de la pandilla, se habían puesto de acuerdo para conseguir la mayor cantidad de manzanas rojas y llevarlas a casa de la abuela Emma, famosa por su tarta cocida a fuego lento. Entre ellos estaba, naturalmente, Amancio que era el más bajito de todos. Por ello, una vez cruzada la cerca, lo animaron a que trepara a lo más alto del viejo manzano e hiciera caer sus frutos. “Date prisa, se hace de noche”, le apuraba Pedro mientras el resto vigilaba que no aparecieran los perros del dueño de aquel campo. Cuando los escucharon ladrar aún en la lejanía de la casa de piedra y teja verde los chicos se sobrecogieron. “¡Dale! ¡Vámonos!” insistió Pedro, mientras Amancio se sostenía con las rodillas de una rama lo bastante firme y con la mano derecha sacaba una manzana detrás de otra. El Rubio, uno de los chicos de la pandilla, advirtió que el labrador había soltado a los perros que ladraban como poseídos por un espíritu maligno.

“¡Largo! ¡Salgamos de aquí!” dijo a gritos Pedro. “¡Salta!” Le pidió a su hermano aún enredado con las rodillas en la rama del manzano. Pero Amancio estaba paralizado. Sobre todo cuando un tiro rasgó la leve penumbra. “¡Joder! ¡Nos están disparando!” alertó Josele orinándose en sus pantalones demasiado cortos. “¡Salta de una puta vez!” insistió Pedro desesperado. Pero su esfuerzo fue en vano. Un segundo disparo, quizás al azar, derribó al niño. “¡Coño! ¡Me lo han matado! ¡Han matado a mi hermano!” Gritaba Pedro mientras don Fabián aparecía como un espectro abriéndose paso entre las primeras sombras de la noche con una escopeta aún humeante. “Yo no quería… Yo… Pensé que eráis ladrones”, explicaba a balbuceos el campesino.
El doctor Amancio Rengel hizo un alto para abrirse la camisa. El calor era infernal, pero aquel no era el motivo. Buscó una cicatriz en su pecho, hoy muy lejana, sin duda el recuerdo de don Fabián. Entonces un médico rural cuyo nombre había se tomó el trabajo de retirar uno a uno los fragmentos de plomo albergados en una herida muy aparatosa que requirió trece puntos de sutura. “Esto será más complicado”, consideró y pidió anestesia cuando una cuadrilla de rescatistas ingresaba portando un hombre de mediana edad que no dejaba de quejarse herido en una pierna.
-Escalpelo-pidió a la enfermera-Demeese, por favor.

Fue entonces, cuando iba a hacer una incisión, que el doctor sintió que un escalofrío recorría su espalda. De pronto se le comprimió el pecho y la cicatriz de la vieja herida latía como si aún estuviera en carne viva. En un principio pensó que sobrevenía un infarto.
-¿Le pasa algo, doctor? Preguntó alterada la enfermera.
-N-nada-dijo el médico arrastrando las palabras-Es una leve molestia. Ya pasará.
Pero no pasaba, se hacía más intensa. Amancio escuchó una vez de boca de un contador de cuentos que recorría ciudades y pueblos que los supervivientes son premiados con el don divino de la sanación. Él mismo se ponía como ejemplo. Ante un grupo de niños formando un corro a su alrededor el cuentacuentos narró su experiencia en un campo de batalla. El enemigo había tomado por asalto una trinchera y la compañía apenas podía resistir la defensa de una casamata. Un soldado enemigo disparó su arma contra el comandante del puesto de avanzada y falló en primera instancia; cuando recargó el viejo cuentacuentos interpuso su cuerpo y recibió el balazo. El oficial huyó con sus hombres y el valiente recluta fue capturado. Allí, en el campo para prisioneros de guerra, se declaró una epidemia de viruela. “Me llamaron a limpiar la letrina del capitán a cargo. Escuché que el oficial pedía un vaso de agua, serví uno y se lo acerqué. Lo que me sucedió es increíble. Aún ignoro qué fuerza me impulsó a absorber su dolor. Poco después la enfermedad había desaparecido”.
Amancio movió la cabeza pretendiendo cerrar los cajones de su memoria.
-¡Doctor! ¡El niño! Alertó la enfermera.
Amancio Rengel estaba atónito. No había una explicación científica. La bala emergía entre la carne y la piel del pequeño atraída por un potente imán que no era otro que la herida en el pecho del médico.
-¡Cuidado! Gritó la enfermera ante aquel hecho extraordinario.
Pero Amancio había pasado de la estupefacción a una paz interior jamás sentida. La antigua herida capturó la bala deshaciéndola en pedazos de plomo que se incrustaron allá donde don Fabián había apuntado cuarenta años atrás. No había dolor. El proceso resultó intenso y breve. Poco a poco el niño fue recobrando la consciencia y el doctor Rengel el latido de su atribulado corazón.
-¡Esto no es posible! ¡Ay, mi querido Pablito! Celebró emocionada la madre del niño herido abrazándolo con fuerza.
La enfermera se persignó.
-Doctor-lo que ha pasado…
-¿Es real, quiere usted decir?
-Sí, doctor Rengel. ¿Ha sucedido?
-Pues mire usted, Berta-dijo Amancio-Quizás todo es un sueño del que nadie quiere despertar.
Y el médico se despojó de los guantes, el barbijo, la cofia y la bata, se bajó las mangas de la camisa y miró al cielo más azul celeste del mundo.
-Tienes extrañas formas de manifestarte, viejo. Dijo. Y alguien allá arriba sonrió.