Noticias El Periódico Tarija

Estaba cansado. El día había sido uno de esos, atendiendo mesas a destajo, un café espresso por aquí, un cortado por allá, churros en la siete, bocata de jamón ibérico para la ocho y no te olvides de barrerlo todo antes de cerrar, chaval. En resumidas cuentas nada que no hubiera hecho antes, al menos desde que desembarcó de la patera.
Le dijeron que allí, en la tierra de las oportunidades, todo dios salía adelante pero había que echarle huevos al asunto. Su jefe, el dueño del bar, era un buen tipo. Se llamaba Manuel y sabía de qué iba el negocio. Abría temprano, casi al alba, para servir el desayuno a los obreros de la esquina y cerraba tarde, cuando el último parroquiano consideraba que ya era hora de irse a casa a dormir. Por lo general siempre era el mismo. Ese tipo de ropa sucia y andares difusos, siempre tenso, nervioso, avejentado por las circunstancias, que parecía hacer las paces consigo mismo mientras contemplaba una copa de fino que después de un rato consumía de un trago, como aquellos hombres que alguna vez aprendieron a beber y no lo olvidaron jamás.
-Venga, Colmenares que ya vamos a cerrar. Le dijo Manuel detrás de la barra, secando unas jarras de cerveza.
El hombre ni siquiera lo miró. Permanecía sentado en silencio.
-Que te he dicho que vamos a cerrar, coño- Insistió Manuel con media sonrisa en los labios-Ibra díselo tú anda, que este no me oye o se hace el sordo.
El camarero asintió sin chistar. A Manuel le debía muchas cosas: un cuarto trastero con un catre, un plato de comida, una radio para no aburrirse y, lo más importante, discreción ante las autoridades migratorias.
-Señor Colmenares, por favor, vamos a bajar la barrera-dijo Ibrahim arrastrando las palabras-Váyase a casa.
Entonces el viejo reaccionó como si despertara abruptamente de su ensueño.
-¡No! ¡Déjame quedar aquí! ¡No tengo adónde ir! Vociferó con los ojos enrojecidos.
-Eh, aquí no vengas a gritar-le recriminó Manuel-Ha sido un día largo. Demasiado largo.
-Pero mañana es Nochebuena-apostilló el mozo-Una fecha para estar en familia. Al menos ustedes que pueden. O la tienen.
Manuel calló, bajó la mirada avergonzado y le ofreció una última copa a Colmenares. Lo dicho. Se trataba de un buen tipo.
-Pero luego te marchas. Mañana tendré abierto hasta las ocho. Luego capón y sidra. Como debe ser.
-Eso es el espíritu… ¿Cómo lo llaman? Ah, sí. Navideño. Yo de eso sé poco. Casi nada. Dijo Ibrahim con un tono de voz que sonaba a lamento, quizás un tanto forzado, falso.
-Perdí a los míos en el accidente de tren. No pudieron rescatarlos de aquellos hierros retorcidos-comenzó a contar Colmenares mientras Manuel le servía jerez-Destrozado, perdí mi trabajo. Me quedé en la calle. Creo que enloquecí. O más bien, estoy muerto. No lo sé. Para mí no hay navidades. Ni leches.
Ibrahim y Manuel cruzaron una mirada cómplice. Estaban acostumbrados a escuchar ese tipo de historias, normalmente ahogadas en alcohol. El dueño del bar siempre repetía que no existía mejor analgésico que un buen trago, pero la fórmula a veces fallaba. De cualquier modo Colmenares no podía quedarse allí, en la mesa tres, bajo la fotografía autografiada de Di Stefano, la joya de la corona. Cuando el anciano apuró la copa Ibrahim se le acercó haciendo el ademán de ayudarle a ponerse en pie. Colmenares lo rechazó con un gesto despectivo con la mano derecha. El inmigrante sintió que sus ropas apestaban a despojo humano.
-Permítame…
-No, puedo yo solo-replicó aquel hombre sometido a sus propios demonios-Me voy.
-Pero…
-Está bien, yo…
Entonces Colmenares se detuvo como si se le hubiese aparecido una visión mística. Clavó su mirada en los ojos oscuros, azabache, de Ibrahim y tratando de articular las palabras adecuadas preguntó con la voz firme, algo gutural:
-¿Qué piensas hacer esta noche?
-No le entiendo, señor. Repuso el joven confundido.
-Yo te pido que no lo hagas. Eso que estás pensando…No lo hagas.
Manuel dejó los vasos sobre la barra, se quitó el delantal de mala manera y se acercó a la mesa tres.
-¡Bueno ya está bien! ¡Se te subió el trago, Colmenares!
-Por favor, chico. Ni se te ocurra. Quédate aquí. Enciérrate en tu habitación. Pero no lo hagas. Yo he visto cosas…
-¡Mierda! ¡Venga afuera! ¡De una puta vez!
Manuel cogió al viejo del brazo izquierdo asiéndolo con fuerza y lo arrastró hasta la puerta  del bar mientras su cabeza daba vueltas.
-¡Habrase visto este tío! ¡Joder! ¡Eso es lo que hace la maldita bebida!
Ibrahim torció el gesto contrariado.
-Por supuesto eso no lo entiendes. Tú sólo bebes agua.
-Así es. Agua.
-Y haces bien. Al menos te ahorras estos bochornos. ¿Sabes qué es lo peor? Pues que mañana aparecerá por esa puerta. Puta madre, este no es el consultorio del psicólogo. En fin, cierra y vete a descasar. Por cierto, llévate las propinas. Te lo has ganado, chaval.
El inmigrante agradeció el gesto de su empleador y salió a la calle para bajar la barrera. La noche era fresca pero agradable. Echó un vistazo a su reloj: eran las once y cuarto. Sabía que los centros comerciales aún estarían abiertos hasta medianoche y no estaba dispuesto a perder la oportunidad. De modo que hizo su trabajo, cerró con llave la puerta del bar, apagó las luces, se cercioró de que ningún grifo quedara abierto y entró en la trastienda.
-Allahu Akbar. Pronunció con fervor sacando una mochila oculta debajo del catre y revisó su contenido. Sonrió al comprobar que todo estaba en su sitio, no faltaba nada. Había esperado ese momento con paciencia pero también ansiedad. Al fin había llegado y sabiendo que Manuel probablemente enfilaba la Gran Vía rumbo a la estación de metro, salió por la puerta trasera que daba a un callejón. Reconoció la forma del contenedor de basura, miró a un lado y otro precavido, y caminó despacio pero con determinación. “Ya está. Será esta noche. Oh, Alá, protégeme”, repetía dándose coraje mientras cruzaba la calle cuyas luces navideñas otorgaban un aspecto festivo y reposado, capaz de trascender el odio que los hombres albergan en sus corazones, el mismo que los lleva a matarse por una hectárea de terreno en su tierra, aquella que había dejado con la esperanza de volver. Pero antes tenía una tarea pendiente que cumplir.
Ibrahim al Sekhara, hijo de Abdul al Sekhara, imán de la mezquita de Ondurmán, fiel seguidor de las escrituras, soldado del profeta, camarero ocasional, protegido de Manuel Ferreira, número siete en el equipo de la peña madridista del Bar Delicias de Móstoles se detuvo delante del enorme edificio del centro comercial. La gente entraba y salía cargando bolsas y cajas multicolores, los niños portaban globos rellenos de helio que desafiaban la ley de la gravedad al ritmo de los villancicos de toda la vida y los altavoces machacaban las voluntades ofreciéndoles los mejores regalos a precios de saldo. “Ahora. Tiene que ser ahora”, se dijo Ibrahim convencido mientras a su alrededor el mundo se detenía esperando un golpe de gracia.
Atravesó la avenida respetando el paso cebra y se encontró frente a las vitrinas estratégicamente dispuestas para atraer a los consumidores dispuestos a gastarse el aguinaldo. Un oso de peluche, lo bastante grande como para ser considerado real, le saludó con una zarpa. La imagen le recordó a su hermana Fátima y dejó escapar una lágrima. Había cumplido cinco años el día en que el bombardeo borró la aldea del mapa. “Por Fátima. Por ti hermana mía”, se convenció mientras abría la mochila, buscaba en su interior y activaba un dispositivo de fabricación casera, entregado por uno de los contactos de la organización en Madrid. Baltazar Mussa le recomendó encarecidamente “comprobar que los cables rojo y verde no hicieran contacto porque aquello resultaría fatal” y él, que había aprovechado a conciencia las clases de armado de explosivos recibidas en uno de los pisos francos en Coslada, respiró hondo, sintiendo que la espalda se humedecía de sudor. Reprimió entonces el impulso de dar marcha atrás aunque la afrenta al profeta le resultara simplemente insoportable.
De modo que se quitó la mochila del hombro y la colocó con cuidado a la izquierda de uno de los accesos al centro comercial. Luego se llevó una mano a un bolsillo de su pantalón tejano y palpó la superficie lisa de un pequeño mando a distancia. La luz intermitente del piloto del dispositivo le comunicaba que la bomba estaba activada. “Oh, Fátima. Venganza en tu nombre y en el de Alá, nuestro señor”, se dijo con firmeza posando el dedo índice sobre un pequeño botón.
-¿Es esto lo que quieres, Ibrahim?
El joven volteó al escuchar aquella voz que reconoció enseguida.
-Usted…
-Es este tiempo de paz. De reconciliación. Yo he pasado por esto. Por el odio. No alcanzaba a comprender que todo en esta vida tiene un sentido. Un destino. Yo bebo para olvidar, pero no puedo hacerlo. El accidente se repite una y otra vez y mi esposa y mi hija mueren a cada segundo que pasa. En un principio busqué culpables, necesitaba descargar en alguien esto que me aprisionaba el pecho. No los hallé y aprendí a convivir con la muerte. De algún modo te entiendo. Si por mí fuera yo mismo apretaría ese botón y mandaría todo al carajo. No es la solución. Por eso te pido que no lo hagas. Ibrahim, no vale la pena.
-Pero Fátima… Ella…
-Estoy seguro de que ella no quiere más muertes. Alá tampoco. ¿Sabes? Navidad es la única  época del año en que la gente parece buena. No es cosa de Dios. Ni de su hijo. Durante unos días un espíritu de bondad se apodera de los corazones de toda esa gente que ves hipotecando sus ahorros en tiempo de crisis por complacer a los demás. ¿Generosidad? No, qué va. Supongo que es el espíritu navideño, una chorrada como cualquier otra que nos redime de los pecados cometidos. Una estupidez que, mira por dónde, te prohíbe matar esta noche.
Ibrahim al Sekhara tomó una bocanada de aire fresco. Sintió cómo penetraba sus pulmones bautizando su fuero interno y se dejó ir en una sonora carcajada que no sorprendió a Colmenares.  Una vez más había salvado la Navidad.