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Un relato breve de Ramón Grimalt
-Si te vas ahora, prometo que todo quedará entre estas cuatro paredes. Le dijo ella, saboreando aquel momento que había esperado durante años. Demasiados años.
  Él la miró con desprecio. Como siempre.
-No pienso irme. Esta es mi casa. Yo pago la hipoteca. En todo caso, si alguien se tiene que largar, eres tú.
Ella calló. Aquel no podía ser el hombre con quien se había casado, de blanco, con fiesta y viaje de novios. En algún lugar leyó que el paso del tiempo añeja el amor, mata la pasión y aviva la costumbre; pero no sabía que envilecía a las personas. En aquel momento, mientras la tarde languidecía detrás de la cordillera nevada, ella sacó fuerzas de un rincón desconocido.
-¿Me escuchas? ¿Te ha quedado claro? Yo de aquí no me muevo.
-Entonces llamaré a la policía.
-¿Me estás amenazando? ¿Tú? No me jodas, querida.
“Querida”. Cuando la quería herir siempre terminaba del mismo modo. Hubo un tiempo en que esa palabra tenía un significado; ahora lo había perdido.
-Así que ya sabes. Si vas por ahí contando sobre lo nuestro, te irá mal.
-No hace falta que lo divulgue. Todos los vecinos saben cómo eres.
-¿Y cómo soy? Si puede saberse.
-Pues…
-¿Pues qué?
-Pues…
Ella abrió todos los cajones de su cerebro buscando una palabra. Él parecía disfrutar con su sufrimiento.
-¿Ves? Lo sabía. Eres una inútil. Siempre lo has sido. Y yo, lo suficientemente imbécil para casarme contigo.
-Eres una mierda. Replicó ella conteniendo las lágrimas.
-¿Mierda? ¿Es todo? A mí se me ocurren varias palabras. Otros adjetivos. Pero claro. Qué puede pedirse a alguien que apenas terminó el colegio… Yo, en cambio, tengo un título. Una profesión.
Ella comprendió que entrar en un debate era inútil. Se puso en pie, se acercó al mesón de la cocina, cogió una taza y sirvió café.
-¿Quieres? Le ofreció.
Él sonrió con ironía y bebió un sorbo.
“Lo que no sabes es que fui la primera de la clase en química”.
Él sintió que se le iba la vida mientras ella se despedía.
-Adiós, querido.