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Un relato breve de Ramón Grimalt

Ella estaba acurrucada al lado del refrigerador sollozando sin consuelo posible y sólo se detenía cuando la máquina le recordaba que ella era un ser humano, tan golpeado y humillado que no encontraba el modo racional de huir de aquel infierno. Aquella nevera General Electric de 1952 había pasado por el servicio técnico al menos un millar de veces pero ella, desoyendo las recomendaciones del propietario del taller, se negaba a deshacerse de tan voluminoso artefacto. El motivo era bien simple: se la había regalado su querida abuela Martina en ocasión de su boda. De aquel momento habían pasado treinta y cinco largos años de miel y sal con una pizca de pimienta negra molida, la misma que él, cruel e intolerante, le exigía en cada plato que preparaba para almorzar. Si no había pimienta, él refunfuñaba, se acordaba de todos los muertos de su mujer e incluso, si la tenía a su alcance, la reprendía con un manotazo limpio, calculado y premeditado, como aquellos que caracterizan la acción represiva de los profesionales del interrogatorio sistemático y la tortura solemne y salvaje.
Pero él no pertenecía a aquella casta disciplinada a fuer de fusta y brida; se había licenciado de abogado muy joven, en tiempo récord, superando cada año de estudio con la solvencia de un universitario incapaz de apartarse un ápice de su objetivo. El problema venía de casa, de una suerte de tradición familiar

alejada de los patrones elementales del respeto, profundamente religiosa rayana en la ortodoxia básica, donde un padre autoritario imponía ley y voluntad a partir de la represión. Aquel hombre sabía que el miedo siempre resulta un sentimiento más poderoso que el amor, y a ello se aplicaba a conciencia, sin dejar un cabo suelto. Así lo padeció su madre que acabó agarrando a sus cuatro hijos y dos maletas para abandonar aquel purgatorio y no volver jamás. El abogado, “doctorcito” como le decía el personal del juzgado número dos en lo civil, se enteró años después que su progenitor tomó la única decisión valiente de su miserable vida, borrándose del mapa gracias a una corbata lo bastante firme para soportar su peso sin causar un estropicio en el sistema eléctrico del apartamento que alquilaba en el centro financiero de la capital.
Varias veces él le contó a ella lo brutal que era su padre. “Aquello que se hereda no se hurta” pensó mientras el refrigerador daba un respingo eléctrico que acabó sobresaltándola. “Ya no te muevas más, por favor”, le dijo a la máquina que poco a poco volvió a su ronroneo habitual como un gato caprichoso. Ella sabía que volvería a hacerlo. Cada quince minutos. Era una especie de temporizador que actuaba como el latido de un corazón de metal y circuitos, con tanta precisión que ella llegó a pensar que tenía vida propia. “Tú sí me entiendes, ¿verdad?” preguntó sin moverse porque cuando trataba de cruzar una pierna, los hematomas, esos islotes azulados que abarcaban amplias regiones de su piel, entraban en erupción. Apenas podía mover sus brazos; incluso cuando giraba el cuello a la derecha, una laceración que supuraba un líquido amarillo y rojizo, le recordaba la noche en que él, sumido en los humores del alcohol, la sorprendió por la retaguardia con la intención de ahorcarla con una cuerda de esparto gruesa y letal. “¡Ahora verás, maldita perra!” le espetó al rostro a medida que apretaba; sólo se detuvo cuando sintió que ella se le iba. Era un tipo violento, pero no un asesino. Carecía de la sangre fría necesaria para matar sin dudarlo un segundo. Era un cobarde patológico, de esa clase de hombres que se envalentona con las mujeres, pero llegado el momento huye con el rabo entre las piernas. Por eso la liberó de la soga arrojándola contra una esquina. “¡Y no vuelvas a desafiarme!” le gritó, deleitándose mientras la veía reptar malherida hasta aquel refugio junto a la imponente heladera.
Habían pasado doce horas desde aquel incidente. Él se fue temprano, como de costumbre, sin preocuparse por aquella mujer que parecía una muñeca rota. Ella, derrotada, buscaba una explicación. Ya no se trataba de por qué se casó con un tipo de aquella calaña; sino por qué seguía con él soportando una paliza tras otra entre menosprecios y abandono. Hubo un momento en que creyó que podía reconducir la relación. Asumió que ella había cometido algunos errores. Luego pasó a una fase de culpabilidad. Y terminó en una expiación voluntaria de los pecados cometidos en nombre de ese errático sentimiento llamado amor. Entendía que él lo buscase en otra cama. Para ella el sexo era accesorio, la consecuencia de un sentimiento excelso; suponía que él tenía otra idea al respecto. No era extraño que empezara a llegar tarde a casa, con frecuencia al alba, después de una noche de pasión. Su ropa y su piel apestaban a tabaco y perfume barato y en su mirada, lívida y cruel detectaba el signo inequívoco de la traición; la misma que había consumado media hora antes de introducir la llave en la cerradura para abrir la puerta.
-Ya está aquí. Dijo ella con la voz entrecortada por el dolor y el miedo.
Trató de ponerse en pie, moviendo la rodilla izquierda, pero no pudo. Un pinchazo le recordó que ese hombre, su marido, el que ahora cruzaba el pasillo que comunicaba con el comedor, le asestó una patada con toda la fuerza y el odio que albergaba en algún lugar de su miserable y cobarde ser.
-¡Cariño! ¡Ya estoy en casa! Vociferó él con la boca pastosa y torpe después de unas cuantas cervezas.
Ella sintió que su cuerpo transpiraba; la blusa del pijama se le había pegado a la piel y difícilmente podía coordinar una idea coherente. Miles de fragmentos de su vida, la mayoría sin sentido, se apelmazaban en su memoria provocándole una terrible sensación de abandono. Nada tenía sentido; todo resultaba demasiado confuso, deslavazado, de pronto su niñez era un espacio vacío y sólo se veía de adulta, en el altar de aquella pequeña iglesia mientras él la escrutaba con los ojos pequeños, mínimos, de un depredador carroñero. “Si lo hubiera sabido… Si alguien me lo hubiese advertido a tiempo, yo…”, lamentó mientras oía los pasos acercarse a la cocina.
-Ah, amor mío. Pero si estás ahí. Dijo su marido, irónico, ladeando la cabeza de un modo estúpido, los faldones de la camisa por fuera del pantalón sucio de cerveza y quién sabe qué otro líquido, los zapatos descordados y la corbata en el bolsillo delantero de su chaqueta rota a la altura del codo derecho.
-Creo haberte dicho que no me gusta que esté sin hacer maldita la cosa. Podrías haber puesto la mesa. ¿Pero qué es esto? Ni siquiera preparaste el almuerzo.
-Yo…
-¿Cómo? No te entiendo un carajo.
-Yo…
-Sí, ¿qué dices? “¿Tú”?
-N-no puedo moverme… Llama u-una am-bulan-cia. P-por favor.
-¿Ambulancia? Debes estar loca… Aunque quizás sí lo haga. Pero después de una cervecita. Porque supongo que hay cerveza en esa mierda de refrigerador, ¿verdad?
Él tropezó con una silla que apartó de un puntapié, lanzó una mirada despectiva a su esposa y abrió la portezuela de la nevera.
-¡Será posible!-Exclamó con un gesto de desagrado-¿Qué es este olor a mierda?
-N-no sé… Murmuró ella.
-¿Qué guardas aquí? ¡Me cago en todo! ¡Mañana mismo lo limpias! Le espetó metiendo la cabeza en la heladera.
Ella oyó una vez más el chasquido eléctrico de la máquina.
-¡Por Dios! ¡A quién se le ocurre guardar comida podrida! ¡Sólo a ti! ¡Inútil!
La nevera se estremeció de izquierda a derecha, bamboleándose como un viejo carromato que surca un camino empedrado, su piloto parpadeó y sin que él pudiera evitarlo, cerró la puerta golpeando su cabeza. Aturdido, él trató de incorporarse. Pero la nevera atacó de nuevo. El golpe fue seco y contundente, lo bastante para que él comenzara a sangrar de la nariz.
-¿Qué caraj…?
La respuesta fue un nuevo portazo. Y otro, hasta que el cuerpo de aquel hombre convulsionó en un estertor fatal.
Ella vio los ojos inertes y vidriosos de su marido con un gesto de brutal sorpresa impreso en su rostro y sonrió. Antes de dejar que su alma al fin reposara por siempre recordó haber leído que la venganza es un plato que se sirve frío.