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Mucho antes de la exploración espacial y de las películas de ciencia ficción, de la relatividad de Einstein y de la formulación de la gravitación universal de Newton. Incluso tiempo atrás, previo a la invención del telescopio, la idea de que no estamos solos en el Universo ya rondaba en algunas de las mentes más curiosas del pasado.

Hace cinco siglos, la noción de que el Universo era un todo pequeño y local, donde la Tierra fungía como centro respecto al cual giraban los demás astros conocidos, era tan aceptada como difundida al final de la Europa medieval. El Sol, la Luna y los cinco planetas conocidos hasta entonces formaban parte de un conjunto armónico, una idea que no sólo pretendía explicar el movimiento de los cuerpos celestes, sino que también se encargaba de dotar de un halo de singularidad a nuestro planeta y por supuesto, a la especie humana.

Pero, ¿podría ser que las miles de estrellas que colmaban la bóveda celeste en una noche impoluta escondieran algún secreto? ¿Qué guardaban celosamente aquellos mundos brillantes que se movían con celeridad por el cielo nocturno hasta desaparecer con el alba? ¿En verdad el hombre es una creación perfecta y la Tierra el único lugar en el cosmos donde florece la vida?

El paso decisivo para generar estas dudas y romper con la idea de unicidad llegó de la mano de la revolución copernicana. Tan importante como el resurgimiento de la teoría heliocéntrica, lo fue el principio filosófico que carga con la idea de que la Tierra es sólo un planeta más que gira alrededor del Sol.

Al desplazar a nuestro planeta del centro y posicionarlo con el resto, Copérnico no sólo echaba por tierra siglos de geocentrismo, también motivaba un pensamiento tan poderoso como decisivo que habría de transformar la manera en que concebimos al mundo: No somos tan especiales. Ni la Tierra ni el ser humano son parte de un plan divino, no gozan de unicidad y así como el Sol provee luz y calor para la formación de distintas especies vivas en este planeta, es posible que otras miles –tal vez millones– de estrellas jueguen el mismo papel para otros seres que ahora mismo podrían estar preguntándose lo mismo.

Uno de los primeros filósofos en creer firmemente en la existencia de mundos habitables más allá del nuestro (incluso más allá del Sol) fue Giordano Bruno. Poderosamente influido por las ideas de Copérnico y los antiguos Lucrecio y Demócrito sobre la esencia de que cada cosa en pequeños átomos indivisibles, la curiosidad de Bruno lo llevó a formular una explicación lógica para sus dudas:

«Existen, pues, innumerables soles; existen infinitas tierras que giran igualmente en torno a dichos soles, del mismo modo que vemos a estos siete (planetas) girar en torno a este sol que está cerca de nosotros».

Si Dios era infinito, tal debía ser la de su creación. Por lo tanto, no era de extrañarse que existiera un número indeterminado de planetas orbitando soles igualmente infinitos. El filósofo fue aún más lejos y la lealtad a sus ideas –hoy comprobadas a través del descubrimiento de miles de millones de soles y exoplanetas– le costó la vida:

«Yo puedo imaginar un infinito número de mundos parecidos a la tierra, con un jardín del Edén en cada uno. En todos esos jardines la mitad de los Adanes y Evas no comerán del fruto del conocimiento y la otra mitad lo hará; de esta manera un infinito número de mundos caerá en desgracia y habrá un infinito número de crucifixiones. De aquí puede haber un único Jesús que irá de mundo en mundo o un infinito número de Jesuses. Si hay un solo Jesús la visita a un número infinito de mundos tomará una infinita cantidad de tiempo, de este modo debe haber un infinito número de Jesucristos creados por Dios».

El propio Newton, dentro de su obsesión por entender los planes de Dios y su búsqueda inexorable de los ‘secretos’ que creía ocultos en las sagradas escrituras, se formuló una y otra vez la misma pregunta sin obtener una respuesta satisfactoria durante el resto de su vida:

«Si todos los sitios a los que tenemos acceso están llenos de seres vivos, ¿Por qué todos esos inmensos espacios del cielo sobre las nubes serían incapaces de tener habitantes?»

La idea de la existencia de seres extraterrestres también habitó la mente de Nikola Tesla. El detonante, una fría noche de 1989, cuando a través de su transmisor magnificador, creyó recibir una serie de secuencias que venían de otros mundos (que hoy sabemos, en realidad se trataba de ondas de radio cósmicas). La sorpresa al presentar su hallazgo fue mayúscula e inspiradora, tal y como lo definió en una carta para la Cruz Roja Americana en Nueva York en la navidad de 1900:

«He observado acciones eléctricas que han aparecido de manera inexplicable. Aunque fuesen débiles e inciertas, me dieron una profunda convicción y la presencia de que todos los humanos en este globo, unidos como uno, mirarán hacia el firmamento en el cielo con sentimientos de amor y reverencia encantados por las buenas noticias: ¡Hermanos! Tenemos un mensaje de otro mundo, desconocido y remoto. Dice «Uno…dos…tres».

A pesar de que las distintas nociones sobre la vida en otros mundos han cambiado radicalmente a lo largo del último siglo y son distintas a lo planteado por Bruno, Tesla oNewton, una idea común sigue en pie, tanto en quienes estudian meticulosamente a través de las herramientas y los métodos del presente, como en aquellos que sólo por casualidad levantan la vista a las estrellas y terminan en una experiencia: la curiosidad (en ocasiones convertida en anhelo) sobre la vida en otros mundos. Pensamiento en busca de una respuesta en común que atraviesa la existencia humana y la propia.