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Por Ramón Grimalt

El Gobierno comete un error al minimizar la manifestación en defensa del voto popular expresado en el referéndum del 21 de febrero de 2016 que se celebró en ocasión del trigésimo quinto aniversario de la democracia en Bolivia. Reducir a poco o nada la presencia de miles de bolivianos y bolivianas en las calles exigiendo que se respete el NO a la reelección de Evo Morales demuestra que en el seno del Movimiento Al Socialismo (MAS) existe una especie de nerviosa soberbia de pronóstico reservado.

Nerviosa, porque quien se sabe y siente respaldado por una mayoría que aún confía en el proceso del cambio, no puede mover todo el aparato ministerial para demostrar solidez denostando al oponente; soberbia, porque se alimenta de una falsa sensación de seguridad amparada en un discurso que desprecia cualquier otro modo de entender el país que no sea el relato progresista preso de sus propias contradicciones cada vez más evidentes. Prueba de ello es la presentación del ministro de Gobierno, Carlos Romero, mostrando como criminales prontuariados a los líderes políticos que participaron en las movilizaciones.

Sin embargo, aquello que esos líderes políticos deberían capitalizar pensando en las elecciones generales de 2019, ha quedado como una anécdota precisamente porque carecen de los recursos políticos e ideológicos para enfrentar al masismo.  La pobreza y vacuidad del discurso declaradamente opositor, incluso la ausencia de un modelo de país capaz de seducir a un electorado cautivo, se convierte en un problema mayúsculo que impide avizorar un horizonte que no sea otro que la continuidad del modelo actual hasta 2025. En este sentido, mucho se oye hablar de una habitual candidatura de Carlos Mesa transformado en un mesías para todos aquellos que aspiran a un viraje en la política nacional. El problema es que el periodista e historiador ya estuvo en Palacio Quemado en un contexto muy complicado, una atmósfera enrarecida por la abrupta y cobarde salida de Gonzalo Sánchez de Lozada y una presidencia sitiada (parafraseándolo) que le impidió gobernar. La cuestión pasa por determinar el escenario con que se encontraría Mesa; probablemente el masismo vencido en las urnas no aceptaría la derrota y utilizaría a los movimientos sociales para provocar zozobra y duda que de inmediato se trasladarían a Plaza Murillo. Pero claro, esto no es más que una hipótesis, factible si tomamos en cuenta el modo con que se desempeña el socialismo indigenista boliviano que hizo del bloqueo la carta de presentación de sus demandas sectoriales; insisto en ello, esto no es nada más que la hipótesis de una distopía histórica.

¿Qué queda, entonces? Samuel Doria Medina y Jorge Quiroga no representan más que a sectores minoritarios; su imagen es un pálido reflejo de lo que fueron en su momento. El liderazgo de Luis Revilla, Ernesto Suárez y Rubén Costas se circunscribe a sus regiones y ciudades y, por cierto, es imposible siquiera considerar a Jaime Paz como una alternativa válida por una cuestión básicamente generacional. Ante este panorama qué duda cabe que el masismo con o sin Evo y Álvaro, puede dormir tranquilo.

¿Y si miramos a la sociedad civil? Ahí, se presenta una clase media que se ha beneficiado de la estabilidad política, social y económica de la llamada “década prodigiosa”, pero que considera inaceptable una repostulación ad perpetuum, precisamente por un principio elemental en democracia, a saber, la alternancia en el poder. No se trata de que esté contra el presidente Morales a quien se le reconocen sus méritos, pero tampoco está dispuesta a pasar por el aro. Para comprobarlo en dos meses, día más, día menos, hay un examen de credibilidad: las elecciones judiciales del 3 de diciembre. A esa cita acudirá el ciudadano de a pie para validar un proceso con dudas absolutamente razonables o bien se decantará por el voto nulo. El resultado permitirá establecer si esa sociedad civil está lista para un cambio de rumbo o apuesta por el inmovilismo.