Noticias El Periódico Tarija

Calla la canción paraguaya, en nuestra línea empieza ahora un aire melifluo, doliente. . . Parpadean nuestros ojos. Los corazones se estrujan. Vibra el charango, monocor­de. Clama al cielo una voz altiplánica: . . . “Mañana cuando me muera/morirán todas las flores/y en la losa de mi tumba/ cantarán los ruiseñores”. . .Y se inicia un extraño pero espontáneo contra­punto. Gime el “pila”…“Bravea en las sienes su orgullo de plumas/su lengua es salvaje panal de Iruzuú/collar de colmillos de tigres y pumas/ enjoya a la musa del Ibituruzuú”. . . Y luego solloza el charango en nuestra trinchera:. . . “Cauquirurak irpitata/cauquirurak sarjañani/janipiniu sarquristy/uca thanta marcamaru”. . .

He solicitado volver a mi Puesto de Combate. El Comandante del Fortín accede. Tranquilidad en to­dos los sectores. Puedo dormir. Muchas noches no lo hacía. Con todo, despierto varias veces con una sensa­ción rara. Es que los piojos que han proliferado en mi colán (pantalón) y en mis botas se ceban en mí sin misericordia. En los dedos hay un residuo alquitranado porque hace veinte días que no me lavo. No hay agua para estos lujos. Duermo ya sin importarme del estallido de las granadas. Ahora, despierto alarmado. Mi asistente, estafeta y algunas veces confidente, me sacude y avisa: “Mi teñente, ¡los “pelas” istán avanzando al arrastri, istán queriendu darti golpi di manu”. . .

 

SEPTIEMBRE 23 DE 1932

Mis soldados han descubierto al enemigo en su cauteloso avance. Aprovechando las sombras de la madrugada han progresado milímetro a milímetro. Les dejamos continuar. Abriremos el fuero a boca de jarro. Están a menos de cien metros. Nos creen dormidos. . . Aullan en tropel: Añá – mem – buí . . . bolís. ¡Viva el Paraguay!”. . . Nuestros soldados replican: “Ahora “pilas”. . . hijos de puta. . .¡Viva Bolivia!”.

 

El dragoneante Chura se desgañita gritando: “Pelas . . .pelas cojoros. . .avansate si eres hombre!”. Asaltan frenéticos. Llegan a los cincuenta me­tros. La metralla los siega inmisericorde. Son aniqui­lados cien hombres del Regimiento “Acá Carayá”. Sus muertos nos proveen de nuevos elementos: munición, dos livianas, agua de sus caramañolas y tabaco. Hay que ir en busca de los víveres y municiones dejados por el enemigo. Se hace necesario organizar esta faena. Al efecto, el cabo Cuchallo, de Huanuni, sale con dos hombres para recoger esos artículos de vida que para nosotros resultan asombrosamente pro­videnciales. Cuchallo abandona la zanja y se aproxima hasta los primeros muertos. Estamos listos para protegerlos de posibles sorpresas. Observo y veo cómo el cabo esgrime incansablemente su machete. ¿Qué sucede? ¡Está ultimando heridos! Desciendo de mi “chapapa” para impedir tan horrenda tarea. El cuadro es espeluz­nante. Hay un hombre con el cuello sangrando y, lo que es peor, hay también un testigo: es un cadete paraguayo casi imberbe. Está herido. Me acerco a él, le mojo la cabeza con el agua de su caramañola y le instruyo para que llegada la noche llame en voz alta a sus camilleros. No lo tomamos prisionero, pues no podríamos curarlo. . . El cadete desea conocer mi nombre. Se la doy. ¿El suyo? pregunto a mi vez – Cadete Dionisio Barreiro – contesta. Le pido no revelar, bajo palabra de honor, a sus jefes, la escena que viera antes. . . Nunca olvidaré el rostro de este niño que no se queja y que responde como un hombre: “No diré nada, mi Teniente”. Al anochecer Barreiro llama a sus camilleros. Les dejamos acercarse y llevárselo.

 

SEPTIEMBRE 24 DE 1932

 

El alba. Inundan mis pulmones raros efluvios con sabor a sereno y aromas silvestres. Luchanes, tus­cas y urundeles enlazan con ágiles lianas a las garbo­sas palmeras en estrechos abrazos, como si celebraran el triunfo de la vida. La fronda acompaña con suave murmullo tan alegre fiesta. Las aves canoras parecen modular sus más dulces trinos para exaltar el esplendor del sol que asoma. Esta noche la naturaleza ha trocado sus ropajes grises por galas reverdecientes. Observo mi calendario. . .¡Empieza la primavera!. Comunico, a mis soldados tan feliz nueva. No alcanzan a comprender mis ingenuos transportes. Emo­cionado, recuerdo la trayectoria de mi vida. Nada no­table. Añoro los días de la infancia y evoco las faenas disciplinadas del Colegio Militar. . . ¿Amores? No tuve tiempo para gustarlos. Conclusión desconcertante: no he vivido la vida.

Respiro con frenesí. La pradera está cubierta de manchones multicolores. Un nervioso pintor parece haber derramado gotas de bermellón nacarado en un infinito amarillo de pétalos de retama. Es un enjambre de mariposas que tachonan un punto del agreste paisa­je. Voy hacia el lugar y las mariposas levantan su vuelo multicolor y, ¡oh sorpresa! queda en descubierto el ca­dáver de un hombre que entre sus albos dientes quisiera ensayar una risa macabra. Diríase que se ríe ante esa paradoja, cruel y eterna que constituyen la Primavera y la Muerte.

 

Momento crítico. Cincuenta hombres del Re­gimiento “Boquerón” al mando del cadete Sisa, han irrumpido en nuestras zanjas. Conteniendo el asalto ha muerto heroicamente el Subteniente Luis Reynolds Eguía. De una estocada le han atravesado la garganta. El Coronel Marzana ordena al Capitán Luis Ri­vero retomar la posición perdida. El “chaleco” Rivero cumple la orden. Con diez camilleros se lanza al asalto; sucumbe, abatido por una ráfaga. Le reemplaza el Sub­teniente Enrique Barriga, quien, a pecho descubierto, consigue desalojar al invasor. Muere Sisa. Pero tam­bién cae Barriga. Tiene el pecho perforado y en la es­palda un enorme boquete. (El subteniente Enrique Barriga Larrazábal, ilus­tre hijo de Oruro, milagrosamente recuperado, retornó un día a la Patria después de prolongado cautiverio, pero murió abandonado en un hospital de La Paz, vícti­ma del mal que le causara su gloriosa herida de Boque­rón; pero antes, fue dado de baja del Ejército, “por falta de espíritu militar)… Barriga murió exclamando: ¡abnegación, nunca servidumbre militar!

 

¡Qué fácil es hacer alarde de “espíritu militar” en tiempos de paz. . .! Hago una visita al “pahuichi” de los cirujanos Eduardo Brito y Alberto Torrico Ovando. Realizan su misión en forma abnegada, ayudados por el Suboficial de Sanidad José Parrilla Ugarte. Curan más con palabras que con instrumentos, porque no disponen de ninguno. Veo cómo amputan la mano a un soldado. Con un ensarrado bisturí hacen el corte y con fórceps de dentista quiebran los huesos. Al soldado Melcón, de Chuquisaca, la deflagra­ción de una granada le ha hecho abrir la boca; una es­quirla se le ha incrustado en la lengua. El cirujano no halla la forma de contener la hemorragia; le consuela y trata de animarle. El pobre soldado sabe que se está muriendo; la sangre le ahoga la respiración. Va apagán­dose la llama de su joven vida. Torrico me pregunta: “¿Vivimos en la edad de las cavernas?”

Sí. Nuestros gobernantes, hijos de perra, nos han colgado en el último recanto de la tierra nuestra, sin importarles un ardite de las leyes humanas a las que tenemos derecho, le respondo. Este doctor, dicharachero e ingenioso, se hace fácilmente confidente de oficiales y soldados. Nos narra pasajes jocosos de su vida de estudiante en Sucre. Me propone le haga conocer mis posiciones. Lo con­duzco a ellas. Subimos a mi “chapapa” desde donde se avizora el campo de lucha, como de una atalaya. Con la ayuda de los prismáticos descubre a un oficial pa­raguayo escondido detrás de unas tuscas; lleva puesto en la cabeza un casco colonial blanco. . . Torrico me lo señala. Apunto la liviana, graduando su pestillo para el fuego de punto y disparo. El oficial no da señales de vida. El doctor Torrico protesta ante la idea de ha­ber contribuido como coautor del suceso. Retorna a su “pahuichi”, contrito y apesadumbrado.