Noticias El Periódico Tarija

Por Ramón Grimalt

Subí a Sama cuarenta y ocho horas después de que las autoridades declarasen sofocado el incendio que arrasó más de diez mil hectáreas. Un comunario, hombre alegre, trabajador y decidido, o sea un buen chapaco, me invitó a visitar su chacra heredada de un padre “con demasiadas deudas, don. Pero generoso, carajo”.

Vicente, así se llama, me confesó que chaquea una vez al año, porque “así la tierra se renueva, se limpia”, de maleza, esa mala hierba que crece donde no debe y que es preciso arrancar de cuajo para cultivar y cosechar, porque “de eso comemos, mi jefe. Pero a mí nunca se escapó una chispa. Con el Johnicito controlamos el fuego y luego lo apagamos”. No me cabe duda de que sea así. Pero Vicente, su hijo quien lo ayuda, el vecino y su cumpa Ambrosio, chaquean desde lo tradicional, ese conocimiento aprendido y trasmitido de padres a hijos, de generación en generación, sin mayor recurso que el saber popular. Jamás nadie le explicó a Vicente el desarrollo de técnicas específicas para obtener la mayor productividad de sus cultivos a partir de la agronomía. La Reforma Agraria le entregó a su padre un terreno  para que lo trabaje, pero jamás los instrumentos ni los recursos para hacerlo con eficiencia y sostenibilidad. Entonces como ahora, el campesino fue usado para fines que poco o nada tenían que ver con su realidad; el hombre del campo “pegau a la tierra”, se convirtió en ciudadano con derecho a voto, en Bolivia una obligación ajena a cualquier principio de democracia participativa.

Por cierto, un ingeniero agrónomo cuya identidad dejo en reserva porque él mismo prefiere mantenerse alejado de la polémica y la estigmatización del chaqueo,  me comentó que en todos los países en vías de desarrollo se chaquea la tierra “pero bajo condiciones técnicas y supervisión especializada”. Está claro que en el agro boliviano eso no sucede ni por asomo. Cada invierno, en concreto durante los meses de julio y agosto, surgen focos de calor por doquier, poniendo en serios aprietos a las autoridades nacionales que por no saber, no tienen la más pastelera idea a la hora de explicar qué, cómo, dónde y por qué pasó. Para ellos, daría la impresión de que se trata de una suerte de combustión espontánea, uno de esos fuegos fatuos del Medioevo que sorprendían a los temerosos navegantes hasta que la ciencia se encargó de sacarlos del oscurantismo de la ignorancia.

Porque esa es otra. Allá donde impera la ignorancia poco se puede hacer. Soy un firme convencido de que ese es el mal endémico de Bolivia. Lo compruebo a diario en cada declaración institucional, la respuesta de la opinión pública en las redes sociales-paréntesis, si se mide el conocimiento del individuo por su capacidad de expresarse por escrito, Twitter y Facebook dejan a más de uno retratado- y por Dios, la pobre o nula reflexión de aquella prensa más preocupada de la coyuntura política que de temas de fondo. No es extraño, por lo tanto, que profesionales altamente capacitados nacidos en este pago, hayan hecho las maletas en busca de nuevos horizontes  y que esta fuga de cerebros patentice el drama de que nadie es profeta en su tierra.

Aquí, en Jauja, se aplaude al más pendejo, el charlatán de poca monta que cimentó su fortuna en el recurso fácil y la afiliación al partido, despreciándose al estudioso y al académico, al profesional y a quien cree que este país, su país, merece un presente mejor. Y así estamos como estamos: apagando incendios con sifón.